2018, la lucha por la agenda

Por José de Jesús Ortiz

Como cada seis años, el ritual electoral para renovar los poderes del país (los formales), ha comenzado ya su marcha frenética. Pasados los festejos  de fin de año, sin tregua apenas, la maquinaria electoral de los partidos, los cuartos de guerra de los candidatos y las alianzas escritas y no escritas, se encaminarán a la zona donde habrán de batirse los candidatos como antiguos gladiadores, aunque ahora el espacio en el cual se decide la contienda es predominantemente mediático y virtual.  

La elección presidencial de 2018 será ante todo una batalla de percepciones para ganar la agenda e imponer los temas que interesan a una opción política determinada. Es el escenario en disputa en cualquier campaña, el complemento al trabajo de estructura electoral. En la lucha por la agenda se confrontan discursos, estrategias de comunicación y marketing político. Es lo que se observa todos los días en los medios y las redes sociales con sus ejércitos anónimos.

En la contienda que se avecina, será decisivo lo que en comunicación política se conoce como definición de la situación. El famoso Teorema de Thomas lo resume así: “lo que se define como real es real en sus consecuencias”.  En una elección lo que se logra construir como real tendrá impactos fundamentales. En 2006, por ejemplo, las fuerzas del régimen y de los grupos de poder que apoyaron a Felipe Calderón tuvieron éxito en su campaña de odio para hacer percibir en grandes segmentos de la sociedad mexicana la idea de que Andrés Manuel López Obrador era un peligro para México.  La consecuencia fue la movilización en todos los frentes para evitar que ese peligro llegara al poder.

Fermín Bouza, un viejo maestro de Comunicación Política recientemente fallecido, advertía que en escenarios electorales cerrados quien ganaba la batalla de la agenda generalmente ganaba las elecciones. En 2018 (desde la teoría de la agenda setting y los frames), quien logre imponerse en este terreno seguramente ganará también la Presidencia, como sucedió en 2000, 2006 o 2012, más allá de las objeciones evidentes a la limpieza de los comicios.

En los primeros días de diciembre, con los nombres ya de quienes serán los candidatos de los principales partidos, diversas encuestas –al menos las más consistentes- ubican a López Obrador al frente de la intención del voto.  No es casual que así sea. Plantea una agenda  (del combate a la corrupción y al apoyo a los sectores más empobrecidos), que no ha cambiado en 20 años sino por el contrario se ha acentuado al tiempo que las condiciones sociales del país se han carcomido día a día.

Una postal de diciembre: según la encuesta de Reforma (30 noviembre), Obrador, mantiene una preferencia del 31 por ciento, seguido de Ricardo Anaya con 19, mientras que José Antonio Meade  tiene 17. Otra encuesta, en El Universal (6 de diciembre),  Obrador se ubica con el 31 por ciento de preferencia electoral, Anaya con 23 y Meade con 16 por ciento. Según Mitofsky (12 diciembre), las diferencias son más reducidas pues el precandidato de Morena se ubica con 23 por ciento, el del PAN-PRD con el 20 por ciento  y  el del PRI  con el 19.4.

Esa es la imagen que ofrecen las encuestas en este momento. La pregunta es si López Obrador podrá mantener esa ventaja y el manejo de la agenda. La experiencia de las dos últimas campañas presidenciales no permiten augurar que así sea. Sin soslayar el uso faccioso de recursos desde el poder para incidir en ambas elecciones, hubo en esas campañas errores estratégicos y de comunicación que facilitaron el trabajo a sus adversarios.  Lo que viene en las semanas y meses siguientes será la puesta en marcha de diversas estrategias para desplazar al puntero, en una batalla posiblemente más envilecida que en 2006.

Con todos sus matices, la de 2018 pareciera una lucha que en esencia enfrenta dos proyectos de país: uno que  apuesta por el continuismo en las políticas económicas y las reformas estructurales (representado por PRI, PAN-PRD, firmantes del Pacto por México), y otro (encabezado por Obrador) que plantea una mayor intervención del Estado en la economía para disminuir los desequilibrios sociales.

Nada nuevo. En el ya lejano 1981, Rolando Cordera y Carlos Tello publicaron el libro México, la disputa por la nación, en el cual avizoraron la lucha que se daría en los años -y acaso décadas siguientes- entre estos dos proyectos (neoliberal y nacionalista, los definieron). En estas tres décadas se impuso finalmente el modelo neoliberal siguiendo los dictados del Consenso de Washington, con sus políticas generadoras de un Estado famélico pero sobre todo generadoras de millones de pobres en México y en  el continente que no habla inglés.

Sin embargo, más allá de estos proyectos en disputa,  es evidente que las principales fuerzas políticas han disminuido sus componentes ideológicos en un pragmatismo electoral que deja de lado los principios.  En los hechos, tanto el PRI, como el PAN -y su aliado el PRD-, e incluso Morena se ha convertido en “partidos escoba” o atrapa todo (catch all party, según la categoría de Kirchheimer), que buscan abarcar o barrer con el mayor número de votantes aunque para ello tengan que aliarse con el diablo. En su pragmatismo, los actores políticos justifican lo dicho por Weber hace cien años: “en política las cosas no son buenas ni  malas, sino útiles o inútiles para una empresa determinada”.

Qué si no este pragmatismo explica la alianza de la derecha panista y el perredismo, o la confluencia de intereses de Morena y el Partido Encuentro Social, que representa a la derecha más ultra y contraria a las libertades individuales. Pero en política no hay pureza. Lo que más aterraba de ella a Guillermo de Baskerville -el maestro medieval de El nombre de la rosa- era la prisa. Es esa prisa la que hay en todos los partidos y candidatos por presentarse como la encarnación del paraíso en la tierra, demonizando al otro.

Al fin, un tiempo por contar el que vendrá.

 

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