Del doble fracaso educativo

Alejandro Hernández J.

Problemas gravísimos envuelven nuestro país y nuestro mundo. Ni los gobernantes ni los ciudadanos hemos sabido encontrar las soluciones necesarias para evitar caer en una espiral de crisis económicas, migratorias y de violencia —por no citar más que algunos tipos—. Acorralados ante tantas dificultades, nuestras discusiones se concentran, en muchos casos, en la observación de factores políticos, económicos. etc. Llama la atención, sin embargo, que el debate público no parece interesarse demasiado por la disciplina cuya misión sería, entre otras cosas, fomentar el desarrollo de ciudadanos capaces de resolver problemas y de pensar críticamente: la educación.

La resolución de problemas y el pensamiento crítico son, por definición, habilidades, pues exigen una movilización y una combinación organizadas de gran número de recursos cognitivos, sociales, etc. Buscando desarrollar estas y otras capacidades en los estudiantes, las escuelas y universidades han llenado sus formaciones de contenidos factuales: cifras, nombres, descripciones. Ahora bien, ¿y si, contrariamente a lo que se ha creído por tanto tiempo, este tipo de conocimientos no contribuyera directamente al desarrollo de las habilidades?

Desde hace ya muchos años, los neurólogos distinguen dos tipos de memorias: una declarativa o explícita y otra procedimental. La primera se refiere a los hechos, a los saberes conscientes —la capital de Marruecos o las partes de una célula—; la segunda se encarga de las habilidades — andar en bicicleta o participar espontáneamente en una conversación. Ante cualquier tarea, ambas memorias intervienen, pero todo parece indicar que la memoria procedimental es la base de toda acción, mientras que la memoria declarativa actúa, en muchos casos, como una herramienta que afina los detalles (Germain, 2017). Por ejemplo, al escribir una carta a computadora (habilidad), el corrector del editor de textos actúa a la manera de la memoria explícita, indicándonos donde olvidamos colocar los acentos.

Uno de los mayores avances en la comprensión de las dos memorias citadas proviene de los trabajos de Michel Paradis. Según este destacado neurolingüista, no existe ninguna conexión directa entre la memoria explícita y la memoria procedimental. Por lo tanto, el conocimiento no puede transformarse en habilidad, pues cada uno depende de mecanismos neuronales distintos. Estas afirmaciones derrumban completamente las prácticas educativas por excelencia de los últimos años: en un primer tiempo, hacer aprender (idealmente de manera inductiva, es decir, extrayendo principios implícitos a partir de experiencias particulares)  conocimiento; en un segundo tiempo, proponer series de ejercicios que retomen dichos conocimientos con el fin sistematizarlos, es decir, —intentando realizar lo imposible—transformarlos en habilidades; en un tercer tiempo; esperar a que los estudiantes logren poner en práctica lo aprendido de manera más o menos espontánea.

Siguiendo lo que hasta aquí se ha expuesto, todo parece indicar que, por mejores que sean las intenciones de los docentes y de los centros educativos de formar ciudadanos preparados mediante la distribución de toneladas de información, no se está, en realidad, más que perdiendo —y haciendo perder— el tiempo. Un ejemplo de todos conocido que ilustra este triste hecho proviene de la enseñanza de lenguas extranjeras: los estudiantes pueden tener resultados brillantes en exámenes y conocer todas las reglas del idioma en cuestión, pero son incapaces de participar en una conversación.  Esto es lo que Claude Germain, profesor emérito de la Université du Québec à Montréal, llama “la paradoja gramatical”.

¿Cómo se consigue desarrollar las habilidades? La respuesta parece proverbial: se logra hacer haciendo. En la didáctica existe un concepto complejamente denominado “ley de homologación máxima entre el fin y el medio” (Puren, 2014). Esto quiere simplemente decir que el contexto y las acciones dentro de las aulas deben ser lo más parecidos al contexto y a las acciones de la vida cotidiana. Así, como pretendía el pedagogo francés Célestin Freinet, si las escuelas buscan formar buenos ciudadanos, entonces se debe hacer a los alumnos vivir y actuar como verdaderos ciudadanos en la sociedad que ya es su grupo de clase. Inversamente, si en los salones se espera de los estudiantes que guarden silencio, tomen notas y contesten cuestionarios de opción múltiple, ¿qué serán capaces de hacer fuera de la escuela? ¡Guardar silencio, tomar notas y rellenar cuestionarios! Si queremos desarrollar la capacidad de resolución de problemas y el pensamiento crítico en nuestras sociedades, en las escuelas deberíamos llevar a cabo proyectos que exijan, en función del nivel de los estudiantes, resolver problemas y pensar críticamente. En una sociedad que se dice democrática, se antoja soñar que algún día el ritual que marca la culminación del nivel medio superior no sea rellenar individualmente la hoja de respuesta de un Ceneval, sino, por ejemplo, entregar colectivamente una iniciativa ciudadana al Congreso del Estado.

Con una auténtica pedagogía por proyectos, la misión de los docentes consistiría, entre otras cosas, en modelar habilidades frente a los estudiantes y guiarlos mientras estos ejecutan acciones enfocadas a asuntos que realmente despierten un interés genuino. Evidentemente, esta concepción se aleja completamente de la relación vertical en la que el maestro posee toda la sabiduría, debe cumplir con una larga serie de objetivos a un ritmo desenfrenado y tiene derecho a monopolizar el uso de la palabra. Por otro lado, muchos docentes llegan a preguntarse con amargura por qué sus alumnos no logran guardar silencio y poner atención. Si no encuentran respuesta a su interrogante, podría ser porque la pregunta correcta se asemejaría más bien a la siguiente: ¿qué niño o adolescente en su sano juicio quisiera pasar al menos cinco horas sentado escuchando a un adulto? Además, al buscar a toda costa silencio en las aulas, se estaría rompiendo la ya citada “ley de homologación máxima entre el medio y el fin”: en la vida cotidiana pasamos nuestra mayor parte del tiempo hablando (con nosotros mismos y con los demás) y no hay problema que se resuelva sin interacciones.

Por si el modelo actual de un sinnúmero de instituciones educativas no fuera ya suficientemente negativo a la luz de lo que hasta aquí hemos mencionado, la increíble velocidad con la que se espera cubrir los contenidos marcados por los planes de estudio puede tener consecuencias devastadoras. Según el psiquiatra francés Boris Cyrulnik, el deseo de aprender, de comunicar y de interesarse por los demás depende, en buena medida, de la posesión de una sensación de seguridad, la cual es alimentada, entre otras cosas, por la tranquilidad que otorga la ralentización del ritmo de vida. Las actividades convivales como tocar un instrumento musical, cocinar por placer u organizar un pique-nique son de gran ayuda para esta causa. Por otro lado, el ejercicio diario no solo contribuye a dicho proceso de ralentización, sino que, según un estudio de la Universidad de Columbia Británica, favorecería el desarrollo de nuevas neuronas y el aumento de tamaño del hipocampo, área cerebral encargada, entre otras cosas, de la memoria a largo plazo y, por ende, del aprendizaje. ¿Qué han hecho gran número de nuestras escuelas al respecto? Dar recreos de veinte minutos, proponer únicamente dos sesiones semanales de ejercicio, dictar un sinfín de tareas de un día para otro, proponer clases de música o de cocina como actividades “paraescolares”, emitir regaños por estar “mal fajado” o mal peinado, impedir la entrada a los establecimientos por haber llegado un minuto tarde, etc.

Los resultados de la más reciente prueba PISA fueron publicados hace un par de días. ¿La gran sorpresa? China reemplazó a Singapur como el país con la mejor educación según esta prueba. Singapur había sorprendido al mundo por haberse transformado, en pocos años, en un país líder en materia educativa. Su manera de lograrlo toma como base, entre otras cosas, un ritmo desenfrenado de trabajo no muy alejado del que ya conocemos en México. Los aplausos (y también la envidia) de muchos otros países no se hicieron esperar. Sin embargo, ¿cómo viven los estudiantes su éxito? Con falta de sueño, problemas de concentración y depresión. En 2016, año en el que este país obtuvo los mejores resultados en la multicitada prueba PISA, un joven de once años se defenestró tras haber anunciado a sus padres que había reprobado parcialmente un examen. El año anterior se habían ya suicidado 25 adolescentes y la tasa de suicidio de los jóvenes de entre 10 y 19 estaba por aumentar 50%.

Como vemos, la carrera desenfrenada por la transmisión de contenidos factuales se lleva un fracaso doble: socialmente, formar ciudadanos incapaces de actuar hacia el bien común; individualmente, generar personas cuyo deseo de aprender se extingue y cuyo cerebro es literalmente intoxicado por un sometimiento permanentemente a estrés. Aunque la mayoría de los ciudadanos y gobernantes hayamos sido formados de esta manera, nada impide (pues es la naturaleza de la evolución histórica, al menos en la opinión del difunto filósofo Hans G. Gadamer) que aparezca un cambio abrupto en la orientación que hemos erróneamente tomado. Generar este cambio en 2019 parece ya no ser posible, pues estamos a unas semanas de que termine el año, pero tampoco habría que esperar a que los resultados de la próxima prueba PISA sean publicados para que la educación vuelva a ser el centro de nuestros debates.

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