Antonio González Vázquez
Octavio Pedroza ha sido objeto de una batería de críticas a discreción; van de hirientes a peyorativas, burlonas, sarcásticas y punzantes por donde se les vea.
Ya sea con simpleza o con agudeza analítica, el panista es hoy tronco caído del que se hace leña. Hay gente decepcionada e irritada con él y le atribuyen el fracaso de la coalición “Sí por San Luis”.
Parece ser que el desánimo de la derrota les pesa más a otros que a él mismo y le reprochan su inmovilidad e indiferencia. No le perdonan la derrota y se le quema en la hoguera porque no convocó a rechazar los resultados de la elección.
Los que están muy enojados con Pedroza querían un escenario postelectoral convulso y un estado en la ingobernabilidad.
La molestia contra el ex candidato ni siquiera es porque perdió, sino contra quién perdió: no le perdonan que José Ricardo Gallardo Cardona sea hoy gobernador electo.
Ese es el gran asunto.
Podía haber caído ante MORENA y Mónica Liliana Rangel Martínez; podría haber aceptado los resultados e irse a descansar a su casa y nadie le diría nada, pero como perdió con el líder de la “Gallardía”, eso resulta inaceptable.
Se le echa en cara y ya se le hace responsable de lo que pueda pasar en San Luis Potosí en los próximos seis años; se da como un hecho que el nuevo gobierno trae la aureola del mal y que es una personificación de la maldad criminal.
Esa narrativa política fracasó y cada vez se deteriora más.
Vaticinan un cataclismo y el responsable es Octavio, quien bien podría decir: “todo yo, todo yo”; ¿Y yo por qué?
Él ganó, con fraude o en buena lid, en la elección interna del Partido Acción Nacional (PAN), y los partidos de la coalición habían acordado que la candidatura a la gubernatura sería para el blanquiazul y para el Partido Revolucionario Institucional (PRI) a la presidencia municipal de San Luis.
El PAN eligió a su candidato y la coalición lo aceptó. No perdieron el tiempo en razonar si era o no el mejor candidato.
Desde el primer momento hubo quienes dijeron que no era la mejor opción y ya en campaña, eso se demostró, pero ni modo que lo sustituyeran y, de haber sido así, ¿a quién habrían postulado?
El problema no se limitaba al perfil del candidato y ni siquiera a la entelequia de la coalición: el verdadero problema estaba en el hecho de que “La Gallardía” iba con todo y que crecía y crecía, y no había forma de bajar a su candidato.
Mientras que en el PAN y en la coalición caminaban a tumbos como una máquina descompuesta, despreciaban a Gallardo Cardona y lo minimizaban al colocarlo como simple delincuente, populista y demagogo.
Pero hoy el único culpable es Pedroza.
La deshonra de no luchar por la plaza la comparte muy de cerca el gobernador Juan Manuel Carreras López, a quien los mismos críticos de Octavio le censuran haber dejado crecer a Gallardo, de no hacer nada en su contra o, mejor dicho, de no haberlo llevado a prisión.
A Octavio le juzgan de tibio y blando por no haber tomado las instalaciones del Consejo Estatal Electoral y de Participación Ciudadana (Ceepac), para impedir la entrega de constancia de gobernador electo, por no tomar plazas públicas, por no bloquear carreteras, por no realizar marchas de protesta todos los días, por no denunciar fraude electoral cada hora, por no salir en marcha a la Ciudad de México para denunciar al presunto “delincuente”, por no iniciar un ayuno ante la Fiscalía General de la República (FGR), por no presionar hasta la asfixia al Fiscal General del Estado (FGE), por no plantarse ante Palacio de Gobierno a impedir el paso del gobernador electo y de muchas otras cosas más se le acusa.
En vez de todo eso, Octavio decidió recurrir a las instancias legales y como no podía ser de otro modo, ha mantenido un bajo perfil.
Así es él. Se equivocan quienes esperaban otra cosa.
En esta columna se escribió en su momento: como presidente municipal de la capital se le conoció como el “alcalde chiquito”, en campaña, fue un candidato “chiquito” y hoy en la derrota es un político “chiquito”.
Institucional, respetuoso de la ley, digno y decente, pero “chiquito”.
Como cualquier político, sus actos y sus dichos están sujetos a juicio, ya sea de otros políticos, de los opinadores profesionales que pueblan el heterogéneo mundo de la “opinocracia” y de la gente.
Al ex candidato no le ha ido nada bien con la clase política ni con articulistas, columnistas y comentaristas en medios y redes sociales. Mientras que para la gente ya no es tema, hay mil problemas en los cuales ocuparse.
Ni siquiera a las bases de los partidos ni a sus simpatizantes les interesa ya lo ocurrido en las elecciones. ¿Cuántas personas que votaron por Octavio salieron a la calle a denunciar que hubo fraude?
Nadie salió a reclamar ¡Fraude! Ni siquiera los que ahora se duelen de la actuación de Pedroza, lo hicieron ni lo harán.
Dirán, bueno, es que el candidato tiene que convocar.
No necesariamente es así: cuando se comete una injusticia y una parte de la sociedad se siente afectada, hay una reacción natural. El malestar no ha trascendido más allá de las declaraciones mediáticas.
La derrota de Octavio y la coalición, sus 400 mil electores la entendieron como el descalabro de aquellos y no de los que les dieron el voto; no perdió San Luis como se pretende hacer ver, fracasó una alternativa política y nada más.
Pero después de todo, la moneda aun está en el aire. El Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF), en algún día de estos dará su veredicto en torno a si la elección de gobernador fue válida o no.
Solo los magistrados que están en el estudio del juicio de nulidad promovido saben con certeza si la anulación de la elección es posible o no, pero ciertamente, lo que mal empieza, mal acaba.