Octavio César Mendoza
“Hay aves que cruzan el pantano y no se manchan” y hay personas que leen un texto y no lo entienden. El altísimo valor que posee la lectura como herramienta de comprensión del universo y de generación de ideas, se enfrenta culturalmente al pensamiento inmediatista de la actualidad, donde lo importante no es el saber ni el entender (lo cual conduce al Ser) sino el ver y el parecer, para luego desaparecer. Ya no cogito, ni ergo sum.
Lo rápido es fatuo y su vanidad efímera, pero lo efímero es constante: llueve sobre lo mojado de lo insulso. Todo cuestionamiento o desafío intelectual, por bien fundamentado que se encuentre, aparece y desaparece en el maremágnum de imágenes con las cuales el individuo permanece por la fuerza sin cerrar los ojos, como aquel personaje de “La naranja mecánica”; aunque en este caso se cumple la psicología del masoquismo: el ignorante disfruta de serlo.
Y no sólo lo disfruta: lo presume cual pavorreal sus plumas. Por eso dice que leer a los clásicos es aburrido, o que tratar de comprender las variables fundamentales entre el pensamiento filosófico antiguo y moderno es inútil y cansino. El ignorante se cansa de sí mismo como reflejo del saber humano, pero no de su anhelo tenaz de no saber nada, el cual lo conduce hacia el mayor de los infortunios: no atreverse a pensar.
De ahí que enseñar a leer sea más que instruir a una persona en la comprensión del significado fonético de los símbolos del alfabeto. Tenemos que enseñar a leer no sólo las palabras, sino las ideas, las imágenes, la realidad. La totalidad del constructo intelectual del individuo no se alcanza jamás, y por ende no se puede limitar a los años de escolarización y las pedagogías estandarizadas. La lectura es un impulso natural llamado “curiosidad”.
Por ello, cuando la curiosidad nos lleva a desear saber más, el dolor que produce la verdad desaparece del individuo que se ha liberado de los prejuicios y las supersticiones de la vista gorda. Saber todo de algo es imposible, pero saber algo de todo es factible si aprendemos a leer en diversas formas: con la mirada, con los oídos, con la piel, con el olfato, con el gusto, con la imaginación, con la percepción, con el corazón, con el espíritu, con la mente.
Enseñar a leer es enseñar a pensar, porque no nacemos faltos de entendederas, sino de herramientas para adquirir y valorar el conocimiento. De ahí la razón de esta columna profundamente política y de este danzón de palabras dedicado a aquellos que se han desfallecido en el intento de explicar la O por su periferia, a esos maestros por vocación o por obligación que, de pronto, quieren tirar el arpa, la cobija y hasta el santo.
No hay mayor problema en la vida que tratar con alguien que no pregunta por temor a parecer ignorante, ni mayor egoísmo que no explicar cómo se hace algo por temor a dejar de ser el dueño de un conocimiento. Ese es el principio del aprendizaje, el cual es mutuo (todos somos aprendices y maestros de algo) y es la estructura que se sustenta sobre las columnas de la civilización: Cultura y Educación; entre más altas sean estas, más gigante es la sociedad.
“Yo sólo sé que no sé nada” pero quiero saber, me interesa aprender y, si se puede, enseñar.
¿Capichi?