Óscar G. Chávez
Suman ya algunos años los que lleva abandonada, en todos los aspectos, la finca ubicada en avenida Carranza y Tresguerras, en la colonia Moderna. Corren varias versiones sobre el deliberado descuido en el que se encuentra; la más difundida habla de la inconmensurable ruindad de un inescrupuloso abogado que bien sabe acicatear la ambición del propietario de la casona. Algo debe haber en torno a esto, en octubre de 2022, la periodista Karina González publicó en el portal electrónico La Orquesta, una interesante crónica a la que tituló El nido del crimen en Carranza.
Al margen de la evocadora historia (retrato de una época), de desabridos decires o bien aderezados chismes, pareciera que la razón de fondo hacia la que se dirige invariablemente la todavía monumental edificación es su destrucción; siguiendo la lógica de muchos de los propietarios de fincas en esa avenida: sobre Carranza la casa que más vale es la demolida.
La alusión, intrascendente porque nada aporta, viene a propósito del incendio que hace unos días ocurrió en el interior del referido espacio que, pareciera, se convierte en un reflejo de la propia avenida, de la sociedad potosina, de sus empresarios y de sus gobernantes. Todos se lamentan, proponen utópicas soluciones de ésas que acaban en lo ilusorio, pero nadie actúa; al poco tiempo se desentienden, dirigiendo la vista disimuladamente hacia otro lado, pero no dejan de indignarse por lo que ocurre y que nunca buscaron solucionar. Luego otros serán los culpables.
“No queríamos decirlo pero lo advertimos…”, la excelsa frase de los indignados empresarios carrancistas (¿o debiera ser carranceros?) que resume el sentir de cualquiera que sólo cuida sus intereses. La advertencia como recurso del que, sintiéndose investido de ilusorio mando, sólo es consciente de una realidad cuando se afecta su espacio de bienestar; la evasión de quien buscando no incomodar al poder guarda complicidad con su silencio omiso.
La desatención e inseguridad en la nuestra señorial avenida no es cosa nueva; la culpable no es la llamada ciclovía, ni sus fincas abandonadas, tampoco –como dijeron en ese alarde de teoría de la sociología urbana– “el deterioro del tejido social y del espacio público”; señalarlo así es negarse a aceptar que las ciudades evolucionan (aunque sus entendimientos se resistan) y que los nuevos espacios, así como las modas e intereses, en muchas ocasiones desplazan a los existentes.
Dentro de esta dinámica también se debe señalar la incapacidad directa del Estado y sus diversas dependencias para atender los problemas de una ciudad con un acelerado crecimiento y que ya escapa a sus posibilidades de atención, de control y que incluso la somete a prácticas erróneas en detrimento del propio entorno. No hace muchos días, por ejemplo, alguna de las direcciones del Ayuntamiento determinó talar varias de las pocas palmeras que sobrevivían en la misma avenida Carranza, para no incomodar el cableado. Acciones propias de quien es víctima de una imbecilidad progresiva y galopante o incluso pareciera de alguien que tiene invertido el entendimiento e incluso respira con el ano. ¿De dónde saca Enrique Galindo a sus directores?, ¿a quién se le ocurre talar árboles para preservar cableado?
Las soluciones, en ocasiones, son más sencillas de lo que parecen; el problema no es la casa y su abandono, tampoco los indigentes que luego en ella habitan (que en el fondo de ese discurso clasista lo que horroriza no es el deterioro, sino que se posesione de ella gente pobre que además exhibe su menesterosidad), más bien la falta de sentido común en empresarios y autoridades. Si tanto les preocupa el asunto y en torno a la casa se concentra todo el problema, caerían en cuenta que el bien privado no puede estar por encima del bien común, menos en un asunto de salud e imagen públicas, que contraten y paguen de su bolsa unos albañiles para que sellen los accesos a la propiedad.
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