Don Raúl Gutiérrez, una vida entre los rieles

Texto y fotografías de Mariana de Pablos

En el 770 de Pedro Montoya, en una de esas calles angostas del Centro Histórico de San Luis Potosí en donde el paisaje puede resultar algo deprimente entre puertas desvencijadas y muros descarapelados, sobresale una pequeña locomotora azul rey. Está sentada sobre una silla al exterior de una fachada blanca con su reja abierta al público.

Tranquila y segura de sí, se pavonea ante los transeúntes que, con curiosidad, se detienen a contemplarla. Ella, con un guiño de complicidad, los invita a que pasen a conocer a sus hermanas y, especialmente, a su creador.

Aquí labora desde hace más de 30 años don Raúl Gutiérrez, un hombre versátil: vendedor, creativo, sensible, pero sobre todo apasionado de los ferrocarriles. Lo que antes solía ser un bar popular entre los locales, se ha convertido en una tienda-taller de trenes a escala hechos artesanalmente con materiales reciclados.

Botellas y tapones de whisky, ventiladores verticales, frascos de pintura en aerosol vacíos, latas de aluminio, palos de escoba, madera de guacal, tapas de garrafón. Casi todo lo que Raúl encuentra en la calle o en la basura es suficiente para despertar su imaginación. De repente todas estas cosas adquieren la forma de una locomotora, una llanta, una chimenea o una cabina.

Se le ve animado, a sus 74 años su mente está más despierta que nunca. Las ideas corren por su cabeza a veces sin que le dé tiempo de apuntarlas o retenerlas lo suficiente antes de que otra llegue para tomar su lugar. Ha hecho cientos de figuras a escala, todas diferentes, “no hay un modelo igual”, dice.

La que era su barra de cantina ahora es su mesa de trabajo, y la contrabarra, una estantería para exhibir algunos de sus modelos preferidos. Esta actividad y gusto por el trabajo artesanal que ha desarrollado durante los últimos cinco años proviene de su historia como ferrocarrilero y, sobre todo, de la necesidad de salir adelante.

“La necesidad te enseña”, lee don Raúl de un pedacito de hoja amarillada por el tiempo que cuelga de su contrabarra. Siguiendo los pasos de su padre y sus abuelos, desde los 18 años, y durante 25 años, trabajó en ferrocarriles, tiempo que recuerda con una sonrisa.

“Empecé de vigilante”, cuenta, “luego barrendero y ya fui subiendo, escalando. Llegué a manejar todo el almacén de mantenimiento”.

Luego se dedicó a atender y dirigir el “Don Quijote”, un pequeño bar-cantina que, con el tiempo, se hizo conocido entre los locales por sus afamados cueritos en vinagre y micheladas.

“Duré con el bar como 25 años también, llegó el covid y me lo acabo, ¿y ahora qué voy a hacer? Voy a recoger basura… y empecé recogiendo cositas. Me encontré unas sillas bonitas españolas, las arreglé bonitas; me encontré un baúl y lo arreglé. Todo lo recogía”.

Al encontrarse con algunas cajas de fruta decidió hacer una pequeña locomotora, “y de ahí ya para adelante. Tengo un amigo que es carpintero y me dio otro tipo de madera, más fuerte, más resistente. Gracias a Dios tengo mucho trabajo”.

Raúl es un trabajador que ha sabido combinar su creatividad con sus ganas por salir adelante.

“Yo le agradezco a mi mamá que desde chicos nos aventó pa’fuera”. A sus cortos ocho años de edad comenzó vendiendo periódico en la alameda, luego caña y cocos en el mercado. Ya de joven fue lavatrastes en el Salón París y luego comenzó a trabajar en ferrocarriles.

El lado artístico, por el otro lado, provienen de su padre.

De niño descubrió su gusto por la pintura, y desde entonces lo ha desarrollado con gran entusiasmo. Cuenta que, en los tiempos del bar, cuando no había gente y tenía un ratito libre, lo que más disfrutaba era tomar el pincel y dejar andar a su creatividad: “aquí hice más pinturas que toda la vida, hice como 100 pinturas al óleo”.

Su tienda-taller y antiguo bar es, además, un refugio para los recuerdos: las fotos de su juventud, de su familia, de su tiempo en ferrocarriles cuelgan de la pared y cuentan la historia de una vida que parece otra. Notas con frases escritas por el mismo Raúl están repartidas por todo el local para recordarse a sí mismo lo que necesita para vivir su mejor vida: paciencia, disciplina, fe y amor.

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