Por Victoriano Martínez
En algún momento, los partidos políticos jugaron una suerte de papel de contrapoder que exigió a las autoridades surgidas de un partido único la democratización de la administración pública para que prevalecieran criterios que, aunque privilegiaran una carga ideológica, favorecieran el bien común.
En otro momento, surgieron movimientos y organizaciones promotoras y defensoras de los derechos humanos ante autoridades a las que no sólo se les dificultaba reconocerlos, sino que no los respetaban con una tendencia a violentarlos –y aún lo hacen.
En ambos casos, como contrapesos del poder, partidos políticos y organizaciones defensoras de derechos humanos se percibían como instrumentos para lograr que las autoridades pusieran más atención a los intereses de la sociedad.
La lucha de los partidos políticos, conforme a su naturaleza centrada en lograr el acceso al poder, abrió paso a procesos electorales que finalmente llegaron a la posibilidad de alternancia en los cargos de elección popular, aunque en el camino se alejaron de la sociedad al convertirse en parte de un sistema de financiamiento por parte del erario.
Lejos de aprovechar la facilidad de contar con recursos para mejor actuar en favor de las causas que, con cierta carga idealista, encabezaron en algún momento, antepusieron la pugna por el erario y los cargos públicos, y la búsqueda del bien común quedó relegada para sólo utilizarla como parafernalia para una propaganda proselitista.
Hoy el fantasmal PRD le exige al Consejo Estatal Electoral y de Participación Ciudadana el triple del monto de las prerrogativas que le asignaron porque es “el derecho que tenemos, es un derecho completo. No nos pueden dar un derecho a medias”.
Y así fue como dejaron de ver ciudadanos para considerarlos únicamente como votos que les dan derecho a más recursos económicos que pueden reclamar, así como a cargos de representación proporcional que se reparten como botín antes que como una vía de representación de diversos sectores de la sociedad, como era su razón de ser.
En otro momento, desde el gobierno se abrieron espacios que se esperaba que fueran garantía para la protección y defensa de los derechos humanos con organismos autónomos como la Comisión Estatal de Derechos Humanos, pero pronto se desvirtuaron por negociar presupuestos, al grado de que hay víctimas que hoy los ven como encubridores.
Pareciera una maldición en la que investiduras rimbombantes de cargos públicos con el aderezo nada inocente de contar con una amplia cartera del erario también distancia a ese tipo de organismos de los intereses de la sociedad.
Lo genuino que parecieron en algún momento las reivindicaciones de los partidos políticos y lo cercano a la gente de los movimientos de defensa de derechos humanos no parecen compatibles con que se vuelvan parte de una estructura financiada por el erario, cuyo reparto pareciera condicionar el actuar de quienes forman parte de tales instancias.
Un condicionamiento que los obliga a recurrir a la propaganda antes que a cumplir diligentemente con sus funciones, porque les importa más la imagen que los ciudadanos-votos tengan de ellos.
“Existe un temor palpable de ser exhibidas como incompetentes o negligentes, especialmente en casos de desapariciones. Esto evidencia un sistema que actúa más por miedo al escrutinio público que por un compromiso genuino con la justicia”, señaló Gabriela Silva, abogada y defensora de derechos humanos, tras considerar que las protestas sociales son una herramienta indispensable para hacer que las autoridades actúen.
Una observación que se da en el contexto de una marcha por la desaparición de Daniela Martel, artista plástica y conductora de la plataforma InDrive, quien desapareció el pasado 6 de enero.
El gran contraste lo puso en estos mismos días el acuerdo del CEEPAC mediante el que aprobó el financiamiento a partidos políticos para este 2025, a los que les repartirá 165 millones 161 mil 21.23 pesos, para que se representen a sí mismos en la pugna por cargos públicos y omitan su papel de oposición que vigile y exija a la autoridad atender los intereses de la sociedad.
Las protestas sociales como herramienta para hacer que las autoridades actúen son un costo adicional en tiempo, dinero y esfuerzo para la población que se ve obligada a realizarlas, porque su pago de impuestos sólo sirve para que los servidores públicos y los partidos políticos los gasten para cuidar su imagen y evitar ser exhibidos como incompetentes o negligentes.