Por Leonel Serrato Sánchez
Medir el desarrollo de una ciudad sólo por su infraestructura puede mandarnos señales muy equivocadas, por eso los sabios de esos temas integran un sistema más complejo, con muchas variables, de ese modo se pueden evaluar, por ejemplo, a una ciudad frente a otras, y compararlas.
Ahora que las ciudades literalmente “se venden” para obtener el establecimiento de empresas, comercios y nuevos habitantes, esos indicadores sirven para decirnos, con más o menos claridad, en dónde estamos.
Pero lo que sí puede mostrarnos, con un gran apego a la realidad, el nivel de desarrollo que guarda nuestra ciudad, es compararla consigo misma.
Pondré dos ejemplos para que Usted tenga la bondad de evaluar con la objetividad que desee, y sí, desde luego que puede hacer la medición sólo con su sola percepción, porque al final de cuentas uno vive de ese modo a la ciudad: Seguridad e infraestructura urbana. Hoy, tocaré la seguridad, así, por encimita, la semana entrante, las calles de San Luis hechas pedazos y la vialidad colapsada, pero con las guarniciones recién pintadas de amarillo.
En materia de seguridad, todos recordamos los años álgidos del gobierno estatal que encabezó Su Alteza Serenísima, y cómo la tranquilidad de nuestra capital y zona conurbada se desintegró literalmente en medio de ráfagas de ametralladora; por aquellos días, hace más o menos diez años, el vértigo de la violencia desbordada tocó a la policía estatal; queda fresca en la memoria de muchos de nosotros la muerte del comandante Jaime Flores Escamilla, quien fue asesinado el 13 de septiembre de 2007 por un grupo de seis hombres que portaba fusiles de asalto AR-15; más de 50 casquillos percutidos quedaron en la escena del crimen, en la esquina de Rutilo Torres y Alejandrina, en el fraccionamiento Valle Dorado; asesinato que por lo demás, está impune.
Casi enseguida, el 29 de noviembre del mismo año, un empresario recibió un atentado a manos de un comando armado, igualmente con fusiles automáticos de grueso calibre, y en la calle de Independencia, iniciando en la esquina de la emblemática avenida Venustiano Carranza, tuvo lugar un enfrentamiento con la policía estatal, y luego con el personal de seguridad del empresario; resultó asesinado el oficial de policía Manuel Alfonso Vargas Rodríguez, y los civiles Roberto García Sosa, Margarito Silva Martínez y Federico García López. La balacera y posterior persecución atravesó la ciudad, hacia la avenida Himno Nacional, y luego hasta llegar a la carretera federal 57; los atacantes huyeron, y, desde luego, los crímenes nunca fueron castigados.
Eran los tiempos de la terquedad criminal del Inmarcesible, Marcelo Santos, quien en forma irresponsable sostuvo en su cargo a personajes siniestros, relacionados en el estado de Morelos con crímenes muy graves, como secuestro, homicidio, corrupción desbordada y colusión con el crimen organizado. Por aquellos años yo mismo le entregué al Hombre de la dentadura perfecta una caja con la copia de decenas de denuncias en contra de sus jefes policiacos que se tramitaron en Morelos. Nunca se movió de sus trece.
Como dijera el clásico asesino, “aiga sido como aiga sido”, la violencia criminal disminuyó bajo el gobierno del licenciado Cándido Ochoa Rojas, y empezó a experimentarse un clima de mayor tranquilidad, que no completa, desde luego.
La capital la gobernaban, bajo Su Alteza Bronceadísima, los panistas Octavio Pedroza y Jorge Lozano, el primero tan sensible que a las primeras de cambio lloraba como una magdalena, y el segundo tan entregado en manos de su hijo, que dejó de gobernar para hacer negocios –sí, también con medicinas, basura, alumbrado público, concesión a manos privadas del servicio de agua potable, puros negocios turbios– y endeudar a San Luis.
Vinieron luego los gobiernos de la priista Victoria Labastida –a quien se le señaló de corrupción, sin que nadie hasta la fecha lograra probarle ni medio centavo robado– y del candidato de la alianza entre el Partido Revolucionario Institucional y el Partido Verde Ecologista de México, Mario García, hoy bajo fuego intenso del gobierno municipal actual por diversas cuestiones financieras, del que todo mundo se pregunta en qué momento inicia la defensa activa de su administración.
La relativa paz vivida en la capital potosina se veía a veces rota por los estallidos de violencia criminal en Soledad de Graciano Sánchez, gobernada sucesivamente por Ricardo Gallardo Juárez y su vástago, José Ricardo Gallardo Cardona.
En Soledad de Graciano Sánchez hubo un aumento significativo de la violencia durante el mandato de los perredistas –actualmente se autodenominan “gallardistas”, sin que logre desentrañarse lo que sea que signifique eso–, aumento que se asoció al incremento de los giros negros en esa demarcación municipal, y a la corrupción rampante de su policía, aunque desde entonces se mencionaba que estaban derrengados por el predominio de un grupo del crimen organizado con quien habrían sostenido una alianza.
Hoy encabeza el Poder Ejecutivo el sucesor del licenciado Cándido Ochoa Rojas, quien fuera su Secretario de Educación y un hombre con fama de tener refinadas maneras, por lo menos sí, de una incontestable amabilidad, Juan Manuel Carreras López, y desde que tuvo lugar el cambio de poderes –se produjo en septiembre de 2015– la violencia se ha desbordado hasta límites nunca antes vistos: Balaceras diarias, extorsiones, asesinatos, torturas, mantas, asaltos, robos y miedo. Un baño de sangre.
En la capital gobierna el exedil soledense, Ricardo Gallardo Juárez, y en Soledad de Graciano Sánchez su hijo, José Ricardo Gallardo Cardona –bajo la regencia del ingeniero Gilberto Hernández Villafuerte –, se trata pues de un territorio en manos de la “gallardía”, y en ebullición criminal imparable.
Los homicidios dolosos aumentaron en más de 200 por ciento desde que Carreras López, Gallardo Juárez y Gallardo Cardona –bajo la regencia del ingeniero Gilberto Hernández Villafuerte– tomaron el poder en sus respectivas demarcaciones; desde entonces, casi un millar de personas han sido ferozmente asesinadas, muchas de ellas descuartizadas, sus cuerpos vejados y arrojados en las calles de Soledad y San Luis, ante la mirada impávida, o socarrona, de los tres alegres compadres.
El sucesor del licenciado Cándido Ochoa Rojas al frente del gobierno estatal está en la actitud que en su oportunidad tuvo el monarca imperial de nívea y abundante cabellera, una inexplicable terquedad, ahora en sostener a un grupo de ancianos militares al frente de la seguridad pública, como ayer a un grupo delincuencial; los alcaldes –y regente incluido– de los municipios conurbados, en la fiesta, siempre en la chorcha, con festivales llenos de alcohol y música, como si de promotores de espectáculos se trataran, en lugar de hombres de Estado.
Si la seguridad –o inseguridad– fuera medida para invertir y vivir en San Luis, ¿Usted cómo la ve?
Temario
La semana entrante, veremos lo fácil y rápido que es ver caer a un hablador, al menos frente a un cojo, porque tras año y medio los baches todavía están allí, como el dinosaurio de Monterroso.
Leonel Serrato Sánchez
unpuebloquieto@gmail.com