Por: Alejandro Rubín de Celis
El oportunismo y la demagogia de los partidos políticos en medio de la tragedia provocada por los sismos registrados en el centro y sur del país, ha puesto nuevamente sobre la mesa el debate en torno al financiamiento para la operación ordinaria y electoral de quienes compiten por los cargos públicos y los espacios de poder en México.
PRI, PAN, PRD y Movimiento Ciudadano acabaron por atender la exigencia ciudadana de entregar parte del dinero que reciben este año para que se canalice a las labores de rescate de personas y a la reconstrucción de las zonas afectadas (Morena había ofrecido entregar el 20 por ciento de los recursos que recibe desde el 8 de septiembre, un día después de que se registraron los temblores en Chiapas, Oaxaca y Puebla, pero no lo permitió el INE tras afirmar que era ilegal, aunque después tuvo que ceder y “encontrar” un mecanismo jurídico para redireccionar recursos de los partidos a ese objetivo).
Luego vino la propuesta del Frente Ciudadano por México (PAN, PRD y Movimiento Ciudadano) de eliminar por completo el financiamiento público a los partidos que fue secundada por Morena y el PRI. Por supuesto todos ellos hicieron sus cálculos políticos y financieros sabedores de que concretar esa iniciativa requiere de una reforma constitucional y legal cuyo proceso de aprobación es largo y no podría tener vigencia para las elecciones del año próximo sino hasta las del 2021.
Está claro que sin dinero de por medio no hay elecciones que puedan celebrarse ni partidos que puedan subsistir, y que la mera aportación de sus militantes y simpatizantes es insuficiente para sufragar los gastos ordinarios y de campaña en tiempo de elecciones. Se supone que para evitar que los grandes capitales controlen las elecciones y los espacios de poder, en 1977 con la Reforma Política se instituyó el financiamiento público a los partidos, figura que en 1996 fue fortalecida por el entonces Instituto Federal Electoral que encabezaba José Woldenberg, con el objeto de mejorar la competencia electoral y que permitió la alternancia en el año 2000. Pero el Sistema de Partidos se pervirtió en una de sus vertientes cuando se estableció en la Constitución una fórmula que cada año incrementa el financiamiento público a tal grado que para el 2018 se entregarán a los partidos, para elecciones estatales y federales, 12 mil millones de pesos.
Debido a estos excesos, la sociedad viene exigiendo desde hace años que se reduzcan o hasta se cancelen las prerrogativas económicas destinadas a los partidos y la demanda se intensificó con motivo de los sismos y sus devastadoras consecuencias.
Pero el dinero de los contribuyentes no es la única fuente de financiamiento de los partidos. La ley prevé aportaciones de particulares pero con limitaciones. Una de las denuncias más extendidas en los últimos 20 años ha sido el rebase de los topes en los gastos de campaña que, según afirman sobre todo los actores políticos que se han visto perjudicados, proviene de grupos económicos de interés (que buscan cobrar la factura una vez que el partido o candidato que respaldan llegue al poder) o de la delincuencia organizada.
Cancelar por completo el financiamiento público como demagógica y oportunistamente lo han propuesto los dirigentes de varios partidos conlleva el enorme riesgo de que poderes fácticos con gran capacidad económica, como podrían ser reconocidas firmas empresariales o hasta cárteles de la droga, controlen elecciones y gobiernos para su beneficio y en detrimento de la vida pública y del progreso social.
Alguien podrá decir que eso sucede desde hace tiempo… y es cierto. Se ha documentado ampliamente en la prensa crítica cómo, por ejemplo, el PRI ha recibido grandes cantidades de dinero para financiar sus campañas mediante la celebración de contratos entre gobiernos priistas y empresas privadas y el diseño e implementación de intrincados mecanismos financieros a través de los cuales obtiene ilegalmente recursos privados (ahí están los casos de Higa, OHL, Odebrecht y Monex) para ser usados en sus actividades proselitistas y en la consabida compra de votos, una de sus principales fórmulas para ganar elecciones. Lo anterior sin contar con la canalización de presupuestos gubernamentales a las arcas de los partidos y al financiamiento de campañas (recuérdese el caso de los 25 millones de pesos en efectivo encontrados en un avión del gobierno de Veracruz, que encabezaba Javier Duarte en 2012, presumiblemente para aportarlos a la campaña presidencial de Enrique Peña Nieto).
La firma de contratos o la celebración de convenios por debajo de la mesa para canalizar recursos privados a partidos y campañas electorales o el desvío de fondos gubernamentales con el mismo propósito no son privativos del PRI, cualquier partido que haya estado o esté en el poder ha tenido la oportunidad de poner en práctica estos métodos ilegales para hacerse de recursos económicos.
Por supuesto que la solución tampoco está en mantener el modelo de financiamiento público vigente. Los ríos de dinero que se entregan a los partidos son un insulto para una sociedad mayoritariamente pobre que requiere del mejoramiento de servicios e infraestructura y de buenas oportunidades para su desarrollo.
Parece ser que la fórmula que puede resultar mejor es la de reducir significativamente el financiamiento público a los partidos, acompañado de un aumento en el financiamiento privado con mecanismos de extrema vigilancia sobre su origen, y el fortalecimiento de uno de los sistemas más débiles con que cuentan los organismos electorales: la fiscalización del uso y destino de esos fondos.
Lo que es un hecho es que la sociedad mexicana no está dispuesta a que el Estado siga entregando esas enormes cantidades de dinero a los partidos (cuyos mayores beneficiarios suelen ser sus dirigentes) en detrimento de su calidad de vida.