Octavio César Mendoza Gómez
“Daría todo lo que sé por la mitad de lo que ignoro”.
Descartes
Me gusta llamar a las personas, a los seres y a las cosas por su nombre, porque el nombre es significado y destino, encuentro y coincidencia. De ahí la íntima razón que justifica el uso que suelo hacer de las mayúsculas iniciales en aquellas palabras cuya semántica confiere una personalidad que las familiariza con mi espíritu –Dios, Libertad, Belleza, Sabiduría, Poesía, Arte-; que las hermana con mi presencia humana –Democracia, Sociedad, Amistad, Familia-; que las eleva a deidad –Sexo, Gastronomía, Paisaje-; que definen las infinitas matemática de la creación –Luz, Océano, Cielo, Árboles, Pájaros-; que representan mi existencia cotidiana en la otredad, y son claras y contundentes como Abigail, Tavo, Mateo, Matías (entre los miles de sonidos asociados a un rostro que componen esa cascada de nombres propios que se deriva de mi andar de río por la vida) y que poseen una connotación negativa, tales como Odio, Envidia, Malevolencia, o de neutralidad absoluta: Muerte, Soledad, Silencio.
El nombre nace con la Persona, el Ser o la Cosa nombrada, se expande con su crecimiento intelectual, espiritual, físico y temporal, le entrega sustancia y confiere permanencia en función de los actos o relaciones de interactuación entre lo nombrado con quien lo nombra, y produce, finalmente, una feliz sensación de apropiación del todo: cada nombre es un universo de significados que se expande al interior de quien lo lleva en el pensamiento y lo expresa cuando cruza ante su poseedor. Somos lo que nombramos, nombramos lo que sabemos, lo que amamos y lo que odiamos; y así nos convertimos en una extensión de la creación misma: espejo de sonoras presencias y ausencias inaudibles.
Dibujo este breve periplo en la arena de la pantalla en blanco porque, como persona sujeta a la “realidad” democrática-mediática de nuestro tiempo, soy receptor de una serie de mensajes que dibujan o tratan de dibujar la “verdadera personalidad” de ciertos individuos en mi mente; principalmente de aquellos que son del interés colectivo. Todos son y han sido sujetos de juicios y condenas, de epítomes y escarnios, de señalamientos y de halagos, sin embargo, para coincidir (o disentir) con la opinión de los otros, necesito contar con pruebas, hechos, razonamientos, y darle mil vueltas al asunto de marras, hasta agotar todos los recursos intelectuales que tenga a la mano. Y cómo no viviré en otra época y llevo cerca de cuarenta y cuatro años habitando esta ilusión de País llamado México, me siento obligado a comentar, con mis tres lectores, que en un oscuro ayer compuesto de varios ayeres que hacen del invierno una estación demasiado tormentosa, alguien osó preguntarme por quién votaría en el proceso electoral del 2018 (si es que en algo ayudaba mi voto para definir quién presidirá nuestra amada y odiada República Mexicana) y respondí que votaré “Por quien demuestre que posee el Genio y la Intuición para gobernar México. Alguien que no diga las estupideces que piensa; o, mejor aún: que no las cometa”. De ahí el motivo para re-citar dicha tesis, con nombres y apellidos, y cuyo final ya se imaginará más de uno.
Escuché a Andrés Manuel López Obrador decir que perdonará, amnistiará, olvidará, los horrendos crímenes de los miembros del crimen organizado (secuestros, violaciones, mutilaciones, homicidios, extorsiones, etcétera) para así alcanzar la paz en forma de milagro; como si él fuera un demiurgo sanador, y como si su perdón cuasi divino aliviara el dolor, la rabia y la injusticia de quienes han sido violentados por los más abyectos enemigos de la Dignidad Humana. Esa declaración me pareció la razón más elemental para descartar mi voto por un hombre que ha extraviado el uso del sentido común. A dicho dicho agregó su “perdón político” para aquellos que antes catalogó de mafiosos y delincuentes, como si así de mecánica y pragmática y contraria al espíritu cristiano fuera esa cosa del perdón, para después lanzarse a ofender a personajes poseedores de una estatura ética e intelectual muy superiores a quienes Él ha purificado y, por supuesto, a sí mismo. Incluso el perfil propuesto para su todavía imaginaria titularidad de la Secretaría de Cultura de Gobierno Federal me pareció un agravio a los artistas e intelectuales mexicanos. Por todo ello debo decirlo: mi inteligencia no me permite votar por López Obrador.
Escuché, con el más sórdido asombro, a José Antonio Meade, el candidato de Videgaray pero no de Peña Nieto, del PRI pero no de los priístas, de los calderonistas pero no de los panistas, que “México le debe mucho al PRI”, y esa simple frase que hubiese endulzado los oídos de Díaz Ordaz y Echeverría me pareció el acta de defunción de una candidatura que, incluso yo, el más escéptico e ignorante de los estudiosos no oficiales de los fenómenos políticos de la colectividad mexicana, consideraba brillante. Después dejó entrever que, para él, el PRI de hoy ha sido el mejor PRI de la historia, y que en dos años sacó de la miseria a millones de mexicanos que aún no saben que ya salieron de la miseria, y siguen sobreviviendo porque Dios es grande. Sé que algunos de mis amigos de corazón tricolor dejarán de saludarme y mencionarán cual mantra la currícula académica y de servicio público “prianista” del multifuncional administrador del desastre y la corruptela gobernante, pero nada puede ser más incoherente que pretender olvidar los perversos mecanismos de corrupción del Sexenio de la Corrupción que Meade hizo como que no vio y hace como que no se acuerda –cual Chavo del ocho- por lo que debo decirlo: mi amor por México no me permite votar por Meade.
Escuché a Marichuy, María de Jesús Patricio, candidata del movimiento indigenista del sureste mexicano, decir que “Lo que está enfermando a la gente, es la economía mal distribuida”, y que “El poder está podrido y ya estamos cansados de que el sistema nos siga destruyendo”; sin embargo lamento que sus bases sean tan poco eficaces para operar, incluso, su inscripción como candidata Independiente en la boleta electoral de este año. Lamento que este sueño de emancipación de los Pueblos Indígenas se apague al despertar a esa realidad; y en contraparte, siento como un fracaso terrible el que alguien como Margarita Zavala, dueña de todos los recursos económicos para construir su candidatura y, sin duda alguna, una mujer de estatura moral incuestionable, abandonara el PAN para extraviarse –mereced al pésimo consejo de sus asesores, ni duda cabe- en una aventura electorera que se ha ido diluyendo igual que su sonrisa en los medios de comunicación. Si las postulaciones de ambas mujeres no fueran económica e ideológicamente opuestas, ambas podrían ir de la mano para encabezar una auténtica lucha por las mujeres, que son y han sido marginadas por el (ahora sí) “falocentrismo heteropatriarcal”. Lo mismo sucede con Armando Ríos y el insustancial “Bronco”, quien se ríe de su propio chiste. Más que representar una candidatura independiente, ellas y ellos representan una candidatura testimonial, negociable, proporcionalmente favorable (por su mínimo puntaje) a la continuidad del régimen o al desastre anunciado cual profecía del final de los tiempos.
Escuché a Ricardo Anaya Cortés, acusado de corrupción hasta el cansancio con pruebas de papel mojado, que no tolerará un solo acto de corrupción: “Lo voy a repudiar, lo voy a denunciar, lo voy a perseguir… Seré implacable contra la corrupción”. Luego mencionó que “Si algo no hicimos bien (en referencia a los sexenios panistas encabezados por Vicente Fox y Felipe Calderón) fue no desmontar las estructuras corruptas del Gobierno Federal”. De ahí la razón para ser atacado, cuestionado, insultado por los verdaderos corruptos, tanto en medios de comunicación como dentro los grupos de poder que, precisamente, han depredado a las Instituciones. Si a esa edad Ricardo Anaya desarmó las defensas del panismo tradicional, si a esa edad construyó una alianza electoral entre el PAN, el PRD y el PMC, si a esa edad convenció a Ángela Merkel y a los estudiantes y maestros de la George Washington University de que México es más grande que un mal periodo gubernamental estadounidense, si a esa edad debate con inteligencia y solidez argumentativa en español, en francés y en inglés, no dudo que la suya será una campaña exitosa merced a su discurso, a la fuerza de sus ideas y de su juventud, así como a la claridad de su pensamiento. Sólo espero conocer sus propuestas e ideas para saber si su Genio e Intuición lo convertirán en un buen Presidente. Habrá que verlo debatir.
Ahora sí, agarren piedras.