Fátima Alvizo
Comencé a militar en movimientos sociales juveniles en 2008, cuando tenía 18 años. Las primeras consignas que entoné me hermanaron para siempre con otrxs jóvenes en el país que, al igual que yo, buscábamos educación gratuita y la democratización de las representaciones estudiantiles.
Mi madre es una mujer obrera, cabeza de familia, y yo era la primera que podía llegar a alcanzar una educación universitaria. Por ello, la agenda de la izquierda siempre ha aterrizado profundamente en mi corazón. Luché junto a otros y otras activistas por la estatización del transporte público en San Luis Potosí, contra los megaproyectos con impacto ambiental. Me sumé al movimiento de indignados del 15M y participé activamente en el movimiento YoSoy132. Sin embargo, lo que vivimos como jóvenes durante la desaparición, criminalización y posterior imposición de la “verdad histórica” sobre otros como nosotros fue, por decir lo menos, doloroso.
Recuerdo bien cuando los padres y madres de los 43 visitaron San Luis Potosí y entraron a la facultad de derecho. En esa misma facultad, durante toda mi estancia, recibí comentarios clasistas y misóginos. Durante el mitin, uno de los padres contó que su hijo le había regalado unos huaraches, los cuales seguía usando mientras recorría el país buscándolo.
Hicimos todo lo que podíamos hacer desde San Luis Potosí: organizamos asambleas, mítines, acciones informativas, marchas, posicionamientos y comunicados. Sin embargo, poco a poco fuimos quedándonos en silencio, y la ruptura de nuestros propios movimientos en el municipio nos apartó.
Uno de los cuestionamientos que surgieron mientras nos movilizábamos por los 43 fue hecho por las feministas, quienes comenzamos a preguntarnos por qué las muertes violentas y desapariciones de miles de mujeres jóvenes no nos sacaban a la calle de la misma manera que lo hacía Ayotzinapa. Estas reflexiones, desde mi punto de vista, construyeron los cimientos sobre los cuales luego se asentaría el gran movimiento de mujeres, feministas y antipatriarcal, que hoy atiborra la escena pública.
Quisiera que estas líneas pudieran explicar lo transformadora que fue para mí la desaparición de los 43 normalistas, y lo mucho que cambió el rumbo de miles de personas en nuestro país quisiera pensar en el camino hacía la justicia social.
Hace unos días tomé una clase con una compañera defensora de derechos humanos que nos explicaba algunos casos de crímenes de lesa humanidad cometidos en Guatemala. Al referirse a un caso en el que, durante 36 años, mujeres indígenas sufrieron violaciones sistemáticas y esclavitud a manos de personal militar en una pequeña comunidad, ella dijo: “fue muy duro”. En ese momento pensé en lo limitado que es nuestro lenguaje para poder explicar el dolor avasallador, la impotencia y el suplicio que a veces implica el sufrimiento humano. Lo que hasta el día de hoy no puedo olvidar es pensar cómo fue tan sencillo desaparecer, asesinar y luego cubrir con impunidad la muerte de 43 hombres jóvenes, sanos, amados, hermanos, amigos, hijos, compañeros, padres. Creo que no solo para mí fue una lección; fue una forma de mostrar cómo la pedagogía de la crueldad que despliega el poder deja claro que los cuerpos de las personas jóvenes son desechables cuando de nuestras voces salen cantos por la justicia social.
He pasado varios días pensando en cómo cerrar este artículo, del cual tenía muy claro cómo iba a empezar, pero no he resuelto mucho sobre cómo concluir. Quería destacar que, a 10 años de que la tortuga de la justicia comenzara a avanzar para los 43 normalistas desaparecidos, sus vidas tocaron las de millones de jóvenes. Hoy, como adultos, seguimos esperando encontrarles. Honramos su memoria al entender que las verdades históricas que han querido construir desde el poder siguen sin representar consuelo ni reparación para los padres, madres, hermanos y todas las personas que les amaron.
Tampoco quiero dejar de reconocer que, aunque en los últimos 10 años se ha hablado mucho del crimen de Estado, de la impunidad que rodea los casos de graves violaciones a los derechos humanos y de la falta de herramientas para el esclarecimiento de causas criminales complejas, debemos seguir avanzando ¿hacía dónde? Hacía el futuro donde la dignidad sea la costumbre.
Antes de que los olvidemos que una vez más resuene en todo el país: ¡porque vivos se los llevaron, vivos los queremos!
Las opiniones aquí expresadas son responsabilidad del autor y no necesariamente representan la postura de Astrolabio.
Fátima Alvizo. Feminista a veces pero siempre mujer con consciencia de clase y cuya red flag es ser habitante de twitter desde 2009. Graduada en Derecho y maestra en Derechos Humanos y Democracia, especialista en violencia contra las mujeres basada en género, docente, investigadora y analista criminal. En sus ratos libres defiende derechos humanos con sus amigas en Lúminas, Centro de Derechos Humanos AC e intenta que sus gatitas le agarren cariño.
Lúminas, A.C. es una organización sin fines de lucro dedicada a la promoción y defensa de los derechos humanos con especial atención en las mujeres y las infancias y sus Derechos Económicos, Sociales, Culturales y Ambientales (DESCA). La integran Olga Elizabeth Lucio Huerta, Gabriela Alejandra Rodríguez Cárdenas, Mónica Reynoso Morales, Fátima Patricia Hernández Alvizo y Maritza Aguilar Martínez.