Centinela: Quemar la bandera

Antonio González Vázquez

Detrás de una manifestación de protesta hay ideas, conciencia social, creatividad, pensamiento lúcido.

La manifestación se estructura en el pensamiento colectivo de quienes son víctimas y objeto de agresiones, excesos y abusos de parte de la autoridad.

La manifestación al protestar en las plazas públicas se expresa con una narrativa que es diversa porque obedece al origen del agravio y de los agraviados.

Sin duda, la manifestación pública no sólo es un derecho sino también una necesidad que en su momento puede ser apremiante ante la indiferencia de las autoridades de los distintos niveles de gobierno.

La movilización ciudadana que toma forma en la marcha que toma calles y plazas en un recorrido movido por la indignación o la impotencia, es una expresión consagrada en la Constitución.

En ocasiones, la manifestación ni siquiera se propone encontrar soluciones a sus demandas sino que aspiran a ser visibles, para que desde las esferas del poder, sepan que existen.

Y también, para ser visibles para la propia sociedad que suele mostrarse indiferente cuando a lo lejos, en una avenida, se alcanza a ver como avanza un grupo de personas que levantan la voz con consignas y reclamos.

Es común que la marcha encuentre el rechazo social porque se cierran calles o carreteras o porque provocan caos y desorden, así como destrozos a bienes públicos y privados. Y también es común que las fuerzas del orden público se interpongan a su paso; a veces no pasa nada y en otros momentos pasa mucho.

Pero la manifestación tiene su propia dinámica y sabe de los riesgos que implica salir a la vía pública y en razón de ello, no hay nada que la pueda detener.

Durante los últimos años se ha estigmatizado la protesta pública, dado que se criminaliza a quienes por alguna razón toman la calle para elevar sus protestas contra de instituciones y servidores públicos.

Una manifestación puede ser vociferante y hacer del insulto su principal instrumento para la agresión. 

Una manifestación puede ser silenciosa y pacífica puesto que se propone que sea su silencio el que hable y no la descalificación o el insulto.

Por antonomasia, la movilización está cargada de energía, muchas veces de una enorme pasión; se trata de mostrar peso, fibra, como un fajador en el cuadrilátero, empuja, avanza, no se arredra, gusta del intercambio de fuerza, levanta el puño y muestra unidad y firmeza.

Así como hay movilizaciones políticamente correctas como aquellas en las que los indignados viajan en automóviles o vestidos de blanco y con velas encendidas, hay otras que son su extremo y no se guardan nada en la apariencia o la hipocresía.

La forma de comunicar en las manifestaciones es fundamental para acreditarlas  o desacreditarlas hasta llevarlas a juicio sumario.

Verbigracia, una manifestación de campesinos pobres o indígenas ha sido generalmente mal vista en nuestro entorno. Tampoco gustan las manifestaciones de los trabajadores o de los comerciantes informales, ni se diga de las trabajadoras sexuales o de los colectivos de la diversidad sexual o de las feministas.

Cada manifestación es distinta y obedece a la coyuntura política, económica y social en la que se presenta.

En la medida en que las autoridades hacen oídos sordos o se muestran negligentes, la manifestación se cansa de ser consecuente y se nutre del enojo. Saben que ese enojo molesta a la autoridad y que le despierta tentaciones autoritarias y/o represivas, pero eso pasa a segundo término.

El lenguaje soez utilizado en algunas marchas de protesta, desde hace un tiempo ha pasado a tener poco significado: la genuina frase que emergía de las marchas campesinas con el emblemático reclamo de “Si Zapata Viviera, que chinga les pusiera”, es ahora un juego de niños para las nuevas generaciones de manifestantes, especialmente de los jóvenes y grupos vulnerables.

La narrativa combativa basada en una conciencia crítica y construida sobre ideas contestatarias, se fue dejando de lado en favor de ánimos destructivos e impulsos viscerales.

La marcha mutó de genuina expresión política y social en maquinaria dispuesta a pasar por encima de todo; la irritación mueve a la manifestación.

Quemar la bandera  no es sólo un delito, sino también una ofensa para los mexicanos y en el extremo, un desafío a las instituciones públicas.

Un muro pintarrajeado en una institución se puede eliminar si la friegan lo suficiente con agua y jabón o, si no, pues se le pinta y ya está. Una puerta o una ventana de vidrio se pueden reponer y ya está; lo mismo un escritorio o una silla.

Luego entonces, quemar  una bandera tampoco sería problema, pues se adquiere otra nueva y ya está.

Pero en el fondo sí hay un problema mayor dado que el lábaro patrio no es cualquier objeto sino un símbolo de la nación que merece respeto: el pasado viernes en una manifestación, ultrajaron tres banderas y una de ellas la tendieron en la hoguera para consumirla en llamas.

Integrantes de la manifestación que se sumaba a protestas contra la brutalidad policíaca en el estado de Jalisco, tomaron las banderas del salón de plenos del Congreso del Estado, la del salón Francisco González Bocanegra y la que se iza en el asta cuando corresponde según el calendario patrio.

Las tomaron indebidamente de su sitio de honor, lo que ya representó un acto fuera de sí; las ultrajaron en la plaza, los restos de una de esas banderas que no fue consumida estaban tirados en el suelo, pisoteados, ofendidos.

Con independencia de si las autoridades del Ayuntamiento de la capital y de Gobierno del Estado actuaron tardíamente o no, si implementaron una estrategia equivocada o si fueron omisos e imprudentemente pasivos, conviene preguntar por los valores cívicos de quienes ultrajaron a la Bandera nacional.

¿Dónde están esos valores?

El respeto, la lealtad, la tolerancia, la honestidad…¿dónde están?

Una manifestación puede ser combativa y al mismo tiempo ejemplar por su respeto a los símbolos patrios.

La manifestación que atentó contra la bandera estaba integrada en su mayoría por jóvenes de 17 a 24 años de edad, hombres y mujeres; es alarmante que sean parte de una generación que tan poco respeto tiene por un símbolo de la patria.

Hay varias lecciones que dejan los hechos recientes: la manifestación no puede degenerar en vandalismo, anarquía o motín. El derecho a la manifestación debe permanecer inalterable, pero sin caer en el radicalismo extremo que necesariamente conduce al caos y al presunto delito.

Las autoridades deben saber que tienen parte de la responsabilidad por lo ocurrido; no es lo más inteligente dejar hacer porque la línea por la que camina una manifestación siempre es muy delgada.

El pasado viernes, las autoridades no mostraron prudencia, sino que evidenciaron que no sabían qué hacer y en el extremo, sabían cómo detener los desmanes pero no se atrevían a hacerlo.

Tal vez estaban esperando a que la horda se dirigiera a Palacio de Gobierno para entonces sí, intervenir.

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