Alejandro Hernández J.
Londres es una de las ciudades más dinámicas del mundo. Con sus 8,9 millones de habitantes —muchos de los cuales han llegado de todos los rincones del mundo—, esta metrópoli se distingue por la buena calidad de sus servicios públicos. Por ejemplo, su transporte público ha ocupado el más alto lugar en rankings mundiales de años anteriores y su sistema de drenaje es increíblemente eficiente. Sin embargo, la capital del actual Reino Unido fue alguna vez considerada la ciudad más asquerosa del mundo y, a mediados del siglo XIV, sus condiciones sanitarias eran tan malas que una epidemia de peste acabó con casi la mitad de su población.
Como muestra un reciente documental de la BBC, en el Londres medieval se sacrificaban y destazaban diariamente miles de animales en las calles —la carnicería era un oficio próspero—, y los carniceros tenían un sistema de limpieza ingeniosamente siniestro: lanzar los desechos a las casas de los vecinos. De hecho, esta era la técnica usual de prácticamente todos los ciudadanos cuando se trataba de limpiar las fosas sépticas, tirar la basura y vaciar los excrementos diarios (las letrinas eran un lujo entonces); incluso se documentaron casos donde tubos de desagüe eran maliciosamente conectados a los sótanos de las casas contiguas.
En realidad, existían ciertas reglamentaciones que buscaban impedir estas malas prácticas, pero la mayoría de los ciudadanos las ignoraban; cuando se pusieron en marcha sistemas de multas, la clase afortunada no tenía problema en pagarlas y el Gobierno estaba satisfecho de poder recaudar dinero. Algunos ciudadanos presentaban quejas ante el Gobierno o proponían protocolos inteligentes para intentar solucionar el estado de las cosas, pero el Gobierno estaba rebasado por la increíble sobrepoblación y por tantos problemas. Así, las ingeniosas propuestas de los ciudadanos no prosperaban y el Gobierno proponía a menudo soluciones que parecerían surrealistas —como pedir que se arrojasen los desechos en el río Támesis—. Por si fuera poco, sin importar que las calles de toda la ciudad se encontraran cubiertas por decenas de centímetros de inmundicia y que las relaciones sociales fueran cada vez más tensas, miles de personas seguían llegando continuamente a Londres en búsqueda del éxito comercial.
Hacia 1345, el intercambio comercial en Londres había llegado a un punto cumbre y miles de personas del mundo entero circulaban por sus puertos: algo excelente para el comercio, pero peligrosísimo desde un punto de vista sanitario. Aunque se sabía de la existencia de una epidemia que asolaba Europa, ninguna medida de control se tomó para evitar los riesgos de salud ligados al comercio internacional. En poco tiempo, la peste bubónica se instaló en la codiciada ciudad. El desenlace fue aterrador: cincuenta mil personas —al menos la mitad de la población londinense de aquella época— murieron.
Contra toda expectativa, la ciudad pudo renacer de sus cenizas y, con el tiempo, volverse un modelo de sanidad y servicios públicos, pero solo debido al cambio de actitud detonado por la miseria y la muerte en masa. En otras palabras, solo una tragedia desproporcional motivó al Gobierno a implementar medidas increíblemente drásticas contra la suciedad y a la población a desarrollar una consciencia cívica basada en la cooperación. Sin embargo, no hay que creer que se trató de un proceso inmediato. En 1858, quinientos años después de la peste negra, la inmundicia desató un hedor espantoso durante el verano. Solo cuando el problema llegó a las Cámaras del Parlamento se tomaron medidas serias, lo que daría lugar a uno de los mejores sistemas de alcantarillado del mundo.
En el México del 2020 (y en muchos otros países del mundo) tenemos, desde luego, mucho que aprender del pasado oscuro del hoy luminoso Londres. Por un lado, nuestras relaciones poseen frecuentemente la perversidad de aquellos vecinos que se hacían la vida imposible en el Londres medieval. Citemos como ejemplo el reciente incendio que consumió al menos 700 locales del mercado de la Merced, en la Ciudad de México. Según investigaciones preliminares, el trágico evento podría haberse debido al gran número de personas que “se colgaban” de las instalaciones eléctricas. Adicionalmente, podríamos decir que existe una perversidad semejante cuando miles de personas deciden salir a las calles para festejar el año nuevo prendiendo cohetes. El desenlace es de todos conocido: toneladas de basura y una densa niebla de contaminación, por no citar más que algunos ejemplos.
Por otro lado, la búsqueda desenfrenada de ascenso social sigue empujándonos a tomar caminos peligrosos. Mencionemos aquí dos ejemplos. En primer lugar, aunque muchas ciudades conocen un crecimiento desmedido del parque vehicular, nadie parece tomarse en serio la importancia de ofrecer un transporte público de calidad. Esto no podría ser de otro modo en una sociedad en la que ciudadanos y gobernantes buscan ganar un lugar en las clases medias y altas, donde el automóvil es uno de sus símbolos más emblemáticos. En segundo lugar, citando de nuevo a la Ciudad de México, un reporte de la ONU del año 2018 describe su crecimiento expansivo como ineficaz, inequitativo y financieramente insostenible; sin embargo, la capital sigue atrayendo día con día nuevos habitantes. Lamentablemente, no se habla de ningún programa serio de descentralización más allá de las dependencias del Gobierno Federal.
Finalmente, nuestras ciudades se ven a menudo amenazadas por malas condiciones sanitarias, pero las autoridades se encuentran rebasadas. Año tras año, basta con una lluvia mediana (y a veces ligera) para que, como en el Londres de hace 700 años, sea imposible cruzar algunas vialidades centrales debido a los litros de inmundicia que invaden San Luis Potosí. Tampoco está de más recordar la pasmosa inacción de los potosinos para tomar medidas drásticas durante y después de los incendios forestales que ahogaron nuestra ciudad en mayo del año pasado. A pesar de haber alcanzado niveles peligrosísimos de polución atmosférica (hasta 220 puntos IMECA según algunas fuentes), no se detuvo ni la producción industrial ni la circulación de automóviles. A diferencia del Londres de 1858, aunque el problema afectó directamente a nuestras autoridades (nadie en la población potosina se salvó de respirar benceno, amoniaco y metano por varias semanas), los planes de contingencia brillaron por su ausencia.
Todos los ejemplos hasta aquí citados nos invitan a formular una reflexión incómoda: ¿de verdad necesitamos “tocar fondo” de manera macabra para replantearnos las modalidades de organización social y urbana que hemos incorrectamente elegido? En realidad, se puede ser aún más pesimista en función de la definición a partir de la cual se evalúen las cosas. En las palabras de Yves Cochet, matemático y político francés, un colapso es “el proceso al final del cual las necesidades básicas (como agua, alimento, vivienda, energía, etc.) ya no pueden ser cubiertas para una mayoría de la población mediante servicios administrados por la ley”. Si observamos nuestras sociedades con estos términos en mano, nos damos cuenta de que, en realidad, no hay que esperar un colapso; ya lo estamos viviendo.
Tal vez el primer paso hacia un futuro menos gris dependa del reconocimiento de que es demasiado tarde para que muchas de las medidas que buscan responder a las necesidades de la población realmente funcionen. Esto implica, desde luego, la dolorosa tarea de abandonar creencias con las que hemos crecido y que nos dan incluso seguridad. Por ejemplo, en San Luis Potosí la circulación de los coches sigue siendo el punto de partida de las grandes obras viales y en la Ciudad de México el más reciente plan de reducción de contaminación parece basarse en restricciones vehiculares; ¿por qué en ningún caso aparece el desarrollo del transporte público como tema central? Tal vez porque, como citábamos en nuestro artículo anterior a partir de un reportaje de la cadena ARTE, se sigue creyendo que “el desarrollo de un país necesita forzosamente del desarrollo de una clase media, lo que requiere a su vez del desarrollo de una industria automotriz sólida”. Así, quien vaya en contra de esta creencia —como quien niega los dogmas de su religión— pronto sería calificado como hereje.
Con cada año, con cada mes que avanzamos nuestro, proceso de colapso también avanza. No existen más de dos desenlaces posibles: cambiar de actitud y resurgir o, como muchas otras civilizaciones que han desfilado por la historia, desaparecer más pronto de lo que cualquiera hubiese deseado. ¡Qué orgullo, qué felicidad que nuestros descendientes pudiesen algún día ver reportajes donde se hable de San Luis Potosí o de la Ciudad de México como lugares que pasaron de ser espacios inundados de inmundicia (metafórica y literalmente hablando) a ciudades modelo para el resto del mundo!
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Muy estimado lectorado:
Todo lo mejor para este año que comienza. El mayor deseo: que el reconocimiento de nuestra unidad y diversidad permita, algún día, la paz entre los hombres. Birlik ve çeşitlilik, unité et diversité, persatuan dan keberagaman, jednota a rozmanitosť, centiliztli ihuan nepanyotl, единство и разнообразие, Einheit und Vielfalt, bɛn ni kelenya, birlik va xilma-xillik, الوحدة والتنوع, unitate și diversitate, etc.