Cotidianidad: La reconciliación del malabarista

Carlos Rubio

Caminando por una concurrida avenida, con autos yendo de norte a sur, de este a oeste y personas sorteando su suerte a una luz roja para cruzar la calle sobre un desvanecido paso peatonal, borrado por el tiempo y el desgaste, observé a quien les obsequiaba equilibrio a los cuatro puntos cardinales por los que circulaba la gente; era un joven que bajo el puente, lanzaba cuatro clavas de distintos colores a por lo menos 3 metros de altura. Mientras a su alrededor el mundo giraba con rapidez y desesperación, con la parsimonia de un profesional, él dirigía con sus dedos cada objeto para darle una dirección y un dibujo en el aire, hasta que regresaran fielmente a sus manos.

Desde hace 4 años, Carlos Tovar convirtió su cuerpo en la vía para superar uno de los retos más difíciles de su vida: las adicciones. Durante su infancia vivió con su familia en la colonia Nuevo Progreso –un lugar muy problemático, según lo describe–, en donde es normal ver a personas ensangrentadas por conflictos en las calles y consumo y venta de drogas a plena luz del día. A los 12 años fue alcanzado por su primera adicción, el alcohol, que utilizó para evitar problemas internos que un niño no debería tener.

Las palabras de Carlos son tan enérgicas que podría levantar el ánimo de cualquier persona que se acerque a él. Mantiene sus piernas y sus brazos en constante movimiento, aunque solamente se encuentre de pie. Las rastas que formó con su cabello son recogidas por un paliacate color vino que hace un juego perfecto con su piel morena, brillante a la luz del sol.

A los 14 años, aunado a la bebida, siguieron las drogas inhalantes, como los solventes y aerosoles. Fue en ese momento en el que se comenzó a diluir su vida, dejó de lado la escuela en la preparatoria y su patineta, actividades en las que se consideraba muy bueno, pero la fortalecida adicción lo orillaron a olvidarse de todo, incluso de su familia.

—¿Cómo era tu aspecto en ese tiempo?

—Me veía al espejo, me veía a mí mismo y empecé a adelgazar mucho; mis piernas parecían mis brazos y mis brazos parecían un tubo cualquiera. Mis costillas se veían mucho, tenía la panza sumida y la cara flaca, muy flaca. Siempre he sido una persona muy feliz en todo momento, pero ahí ya no me sentía feliz, me sentía muy triste siempre.

Afortunadamente para él, su experiencia en las adicciones terminó a los 17 años, cuando, con ayuda de sus amigos, comenzó a bailar break dance y a hacer gimnasia. Conforme aprendió del baile, convirtió los semáforos en su escenario para obtener algo de dinero.

Mientras bailaba frente a decenas de carros, por un momento Carlos observaba a los malabaristas que también se encontraban ahí. En tanto él se dedicaba a hacer mortales en el aire con el riesgo de sufrir alguna lesión, los demás se encargaban de lanzar unas pelotas y obtener la misma recompensa por parte de los automovilistas. Les pidió a unos jóvenes como él, que le enseñaran a dominar el arte de manipular varios objetos a la vez mientras se lanzan en diferentes direcciones, a diferente tiempo. Lo aprendió a la perfección. Comenzó con pelotas y ahora domina las clavas con tal maestría que lo hace parecer fácil, sin embargo, fue un proceso de mucha práctica.

Después del malabarismo, a Carlos le encanta viajar, es una persona bastante curiosa y con ganas de aprender acerca de qué hay más allá del lugar en el que vive; después de juntar algún dinero, se dispone a pedir “rai”, para desplazarse de ciudad en ciudad y llevar su baile, sus acrobacias y sus malabares a más personas. De Tijuana hasta Guatemala, así ha sido su recorrido en su corta vida.

No es discreto al mostrar su sonrisa cada que habla de algo que le apasiona. La formación de una curva en sus labios sale a flote cuando a su imaginación llegan todos los continentes que planea visitar y a los que seguramente llevará sus clavas para lanzarlas en latitudes que jamás pensó.

Cuando viajó a una convención de circo a Guatemala, Carlos fue atropellado mientras pedía dinero después de haber realizado un show en su monociclo jirafa –un monociclo de dos metros–. De pronto todo obscureció, se encontraba tirado en el suelo, descalabrado y con la cara raspada, con una herida en la cadera y en el pie. Después de ser llevado al hospital, para obtener dinero tuvo que vender su monociclo, sus clavas, unos tirantes y pantalones de payaso que utilizaba para sus espectáculos. Como no podía caminar, cuando ya no encontró nada más para vender y estando en un país desconocido, necesitó por primera vez de la ayuda de su familia, que le dio dinero para su recuperación.

Como el trotamundos que siempre fue, en cuanto pudo volver a caminar, convirtió una escoba en una muleta y logró llegar hasta Tuxtla Gutiérrez, donde comenzó a tomar autobuses para volver hasta San Luis Potosí. Ahora se encuentra a la espera de poder recuperar todo lo que vendió cuando la tragedia lo azotó y poder volver a hacer shows, esta vez, incluso para niños.

Este hecho no significó un retroceso en su vida, sólo fue la pausa que necesitaba para rearmar sus ideas. Ahora quiere tener un pasaporte y bajar hasta la Patagonia, en Argentina. Más importante aún, sueña en algún día, trabajar en un circo.

Trascender es lo que mueve a Carlos todos los días, no sé si quiere ser el mejor de todos, pero lo que sí sé, es que quiere ser mejor de lo que fue el día anterior: superarse a sí mismo. Llevar su talento a cualquier rincón del mundo es una meta que tarde o temprano cumplirá, sin importar los imprevistos que se le atraviesen. Porque en realidad, convertirse en un artista fue el imprevisto más grande de su vida.

Así fue como Carlos se acercó por primera vez a las clavas, sin soltarlas ni un segundo desde entonces; así fue como encontró la pasión que hoy, con casi 21 años, lo llena de energía todos los días; así fue como regresó la felicidad del niño que caminaba por las inseguras calles de la Nuevo Progreso; así fue como su sonrisa se reconcilió con la vida.

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