José de Jesús Ortíz
Siete de marzo de 2000: un muy joven Andrés Manuel López Obrador debate con Diego Fernández de Cevallos en Televisa en el espacio noticioso conducido por Joaquín López Dóriga. El candidato a la Jefatura de Gobierno de la Ciudad de México señala al panista como un “representante genuino del régimen” y lo acusa de ser parte de un grupo que ha saqueado al país.
“Hay una camarilla, un grupo compacto, algo muy parecido a una mafia, de sinvergüenzas y rateros, que deberían estar en la cárcel si viviéramos en un Estado de derecho”, le espeta Obrador a Fernández de Cevallos, quien responde encendido a los cuestionamientos aunque al final parece perder la compostura y repite que no tiene sentido el debate.
El debate televisivo catapulta a López Obrador en las intenciones de voto en la Ciudad de México pero sobre todo lo sitúa en una dimensión nacional, tras exhibir a Diego Fernández, el gran tribuno panista quien seis años atrás se había impuesto de forma apabullante a Cuauhtémoc Cárdenas y a Ernesto Zedillo en el primer debate presidencial en el país. “Si tenemos que creer los mexicanos que usted (Cárdenas) es una opción democrática, tendríamos que creerle a Mario Aburto que es pacifista”, cuestiona Fernández de Cevallos en forma grandilocuente. Golpe tras golpe en poco más de una hora aniquila a Cárdenas como una opción de cambio y como el único abanderado del voto opositor en el país.
A más de dos década de establecidos los debates electorales en el país, lo que viene en las próximas semanas seguramente será la imposición de una agenda mediática dominada en buena medida por la posibilidad de realizar un debate entre los candidatos presidenciales durante este periodo, sobre todo luego de que el Tribunal Electoral rechazó la prohibición para efectuar debates en el periodo de intercampaña, que concluye el 30 de marzo.
En los hechos se trata de una posibilidad que difícilmente se materializará, pese a la presión de múltiples espacios mediáticos desde el oficialismo y el discurso político de los candidatos, interesados en desplazar al puntero en las encuestas. Ya vendrá el tiempo formal de las campañas con los tres debates oficiales establecidos para la elección presidencial y será entonces cuando se podrá evaluar el desempeño de los candidatos.
Los debates electorales son el momento estelar de toda campaña política. Un escenario confeccionado para el consumo de los medios, especialmente de la televisión, el espacio natural en el que surgieron y desarrollaron desde los años 60´s del siglo pasado. Se impone en ellos la estrategia política sí, pero también cierta teatralidad y sobre todo capacidad comunicativa en la emisión del mensaje.
En el caso de México, la historia de los debates electorales se remonta a 1994, un año que marca la historia reciente del país. Las sucesivas elecciones presidenciales realizadas desde aquél año son un compendio de aciertos y desaciertos en el desarrollo de los debates, que inciden en el objetivo político principal que es llegar al poder.
Adolfo Aguilar Zínser, quien fuera vocero de Cárdenas en la elección de 94, revela en Vamos a ganar –su crónica-testimonio de esa campaña-, el desdén del candidato a preparar el debate y ensayar frente a televisión cada una de sus participaciones. Al final Cárdenas terminó haciendo a un lado el trabajo que en ese terreno coordinaba la comunicadora María Victoria Llamas. “Al cabo de algunos ensayos Cuauhtémoc fue impacientándose, su disposición de ánimo se perdió poco a poco, llegaba malhumorado a los ensayos y les dedicaba cada vez menos tiempo”, relató Aguilar Zínser.
Otra es la historia del debate en la elección presidencial del 2000, en el que se impuso la figura ahora vergonzosa de Vicente Fox, ganador indiscutible de ese debate. Guillermo Cantú, asesor foxista en esa campaña, cuenta en el libro Asalto a Palacio, la forma disciplinada en que se trabajó la preparación del debate junto a un grupo de especialistas y plantea que “la oportunidad real de ganar la Presidencia estaba al alcance de la mano si la actuación era contundente”. Y así sucedió.
En 2006, Andrés Manuel López Obrador decidió no asistir al primer debate en abril de ese año, error que seguramente representó un costo electoral tras ser exhibido por sus contrarios como un político temeroso de confrontar ideas. Un argumento hasta la fecha utilizado en su contra. También, en la elección del año 2012 el propio Obrador pareció preocuparse muy poco por preparar a fondo el debate, como lo relató Luis Costa Bonino (https://goo.gl/AiayO), su estratega durante una parte de la campaña.
Finalmente, quizá por sí mismos los debates no generan un ganador automático en una contienda electoral, aunque tienen la fuerza y capacidad suficiente para generar climas de opinión pública a favor o en contra de una opción política. En el campo de la comunicación política se destaca no sólo la importancia del debate sino sobre todo del post debate, pues es ahí cuando se decide al ganador. Y lo será más en esta elección donde el papel de las redes sociales será estratégico.
A unas semanas de que concluya el periodo de intercampañas, a quienes les urge debatir es a los candidatos que se encuentran rezagados en la intención de voto. Desde su estrategia se abre una posibilidad de restar votos al puntero. De ahí su tono exigiendo el debate a López Obrador: “¡Éntrale! Ya no hay pretextos, #Yomero”, retó el candidato priista José Antonio Meade; “Vamos a ver si el señor tiene las ideas, el valor y los pantalones para enfrentarnos”, secundó Ricardo Anaya.
En cualquier caso, quien estuviera en estos momentos al frente en la encuestas seguramente seguiría la misma estrategia de posponer el debate, como lo hizo en 2012 Enrique Peña Nieto quien sólo acudió a los debates oficiales. El debate en este momento es un juego de suma cero para el puntero. Un escenario de perder-perder. Implica dejar a un lado la estrategia principal que es llegar a la campaña sin sobresaltos. Pero sobre todo, implica adherirse a una agenda en buena medida impuesta por los medios deseosos de ver ya la sangre correr en el coliseo electoral