Texto y fotografías de María Ruiz
A simple vista, la obra de rehabilitación de la Calzada de Guadalupe denominada Paseo Esmeralda parece un ejemplo de seguridad y modernidad. Los trabajadores se mueven bajo el resplandor de sus chalecos fosforescentes, sus cascos bien ajustados y las mascarillas que, aunque incomodas bajo el calor, les brindan una capa de protección. Sin embargo, detrás de esta imagen de orden se oculta un panorama diferente: las largas jornadas que parecen no terminar y un agotamiento que se acumula día a día.
Los trabajadores, si bien cuentan con equipo adecuado, están al borde del agotamiento. Las jornadas laborales pueden extenderse más allá de las 8 horas reglamentarias y los turnos adicionales se han convertido en una necesidad más que en una opción.
“Aquí estamos bien equipados, eso es cierto”, dice un trabajador mientras se ajusta el chaleco. “Pero el cuerpo ya no da. Llevamos semanas trabajando sin parar y aunque tenemos todo el equipo de seguridad, el cansancio es un enemigo que no podemos evitar”.
El sol del mediodía parece ser otro obstáculo más. La fatiga es evidente en los rostros de los trabajadores. “No es solo el trabajo físico, es el desgaste mental de estar siempre aquí, de no poder descansar lo suficiente”, comenta otro, mientras toma un breve respiro bajo la sombra de una estructura improvisada.
Los inspectores están presentes, sí, pero no es suficiente para aliviar el cansancio de los obreros. Aunque se sigue un ritmo estructurado, las largas jornadas no permiten pausas suficientes para recuperarse. Y aunque cuentan con apoyo de la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana para regular el tránsito y atender cualquier percance físico con su Unidad de Rescate, la sensación de cansancio es constante.
El problema, sin embargo, no es la falta de equipo ni las condiciones inmediatas del entorno, sino la exigencia desmedida de horas que enfrentan.
“A veces no es el casco o el chaleco lo que te salva, sino el poder parar un momento, pero aquí no hay mucho espacio para eso”, menciona otro trabajador mientras se limpia el sudor.
El contraste con otras obras como la rehabilitación de calles del barrio de San Miguelito es evidente, pero incluso en Paseo Esmeralda, en donde pese a estas quejas, todo parece bajo control y el ambiente es de confianza.
No obstante, al adentrarse en las calles del Barrio de San Miguelito, el panorama cambia drásticamente. Aquí el ambiente es tenso. Los trabajadores con chalecos, pero sin cascos ni señalización adecuada, se enfrentan no solo a los peligros inherentes de la obra, sino también a un calor que parece implacable, mientras el sol se refleja en los adoquines desgastados.
Un trabajador de la obra se apoya en una pala para tomar aire, visiblemente afectado por el cansancio y la falta de protección. “No nos queda de otra, tenemos que seguir”, comenta resignado. Sin pausas, sin descanso y, muchas veces, sin la certeza de regresar sanos a casa.
El tráfico en San Miguelito es otro de los tantos enemigos que enfrentan. Sin entrenamiento ni las herramientas necesarias, son los propios trabajadores quienes se ven obligados a dirigir a los vehículos que se abren paso entre la obra, esquivando cables eléctricos colgantes y montones de escombros. Aquí no hay apoyo de arqueólogos ni se suspende la obra ante posibles hallazgos históricos.
“No tenemos tiempo para nada. Todo es para ayer”, menciona otro trabajador mientras se limpia el sudor de la frente, preocupado porque sabe que está en una carrera contra el reloj.
El panorama es desgarrador, tanto en Paseo Esmeralda como en el Barrio de San Miguelito, los obreros parecen invisibles para quienes deberían cuidar de su bienestar.
Las largas jornadas bajo un sol abrasador y la exposición constante a riesgos, no son solo desafíos físicos, sino también un recordatorio de la injusticia que impera en su entorno laboral.
Los adoquines que ambos grupos extraen e instalan cada día, son solo una parte del esfuerzo monumental que se realiza.
Sin embargo, en San Miguelito los obreros no solo luchan contra las piedras, sino contra un sistema que les ha dado la espalda. Las historias se entrelazan en el polvo de las calles, y el grito de auxilio de estos trabajadores queda suspendido en el aire, esperando que alguien lo escuche.
Es urgente que las autoridades pongan la vista en en ambas obras, donde las condiciones laborales han tocado fondo. A pesar de que ambos grupos comparten el mismo esfuerzo físico, la brecha entre ellos es abismal y no debería serlo. La dignidad y el respeto no deben ser privilegios de unos pocos, sino derechos fundamentales de todos.