Don Efra, panadero de panaderos

Mariana de Pablos

¿Cuál es el colmo de un panadero? Que su esposa se llame Concha. Maestro de maestros, pionero en hacer y cortar bolillo a dos manos, iniciador de cocer pan sin ayudante, don Efraín Franco Flores fue y será recordado por siempre como una de las figuras más importantes en la historia de la panadería en San Luis Potosí, particularmente de La Americana, la que fuera en sus tiempos la panadería más importante de la ciudad. Su legado es leyenda y quienes lo recuerdan lo hacen con el crujir de un buen bolillo.

El recuerdo que hoy pervive de don Efraín lo hace principalmente a través de sus hijos, quienes hablan de un San Luis que ya no existe, en donde las calles empedradas se inundaban con el olor que de sí despedían los hornos a primera hora de la mañana.

Los setentas eran años de pan. Como si fuera apenas ayer, Miguel, Carlos y José Luis —tres de sus ocho hijos— recuerdan a la gente amontonándose y a los repartidores esperando su turno con sus canastas en mano, en el 433 de la calle Galeana, frente a los chocolates Costanzo, donde estaba entonces la famosísima panadería La Americana.

“Así como salía del horno se vendía”, recuerda Miguel. Todos querían llevar consigo un trozo de la magia que sucedía tras bambalinas, entre hornos y sacos de harina.

Reconocida como la mejor de la ciudad, La Americana vivió sus años dorados entre 1970 y 1980. Una década de verdadero redescubrimiento del pan, pues dentro de sus muros habitaba un ser especial: uno de esos escogidos por la naturaleza para revelarle los secretos del pan.

Este capítulo de la historia tuvo como protagonista, pero no por ello reconocido como debiese, a don Efraín Franco. Hombre humilde y de corazón inocente que llego a la panadería de manera “natural” —llámese necesidad, suerte o destino—. Huérfano desde muy chico, solía refugiarse entre los costales de harina en busca de calor. Siguiendo los pasos de su hermano mayor, Juan, se introdujo en el arte del pan a sus jóvenes diez años, encontrando en ella no solo un medio de supervivencia, sino un verdadero don.

“La panadería era lo de él”, coinciden sus hijos, quienes hablan del talento y devoción de su padre a La Americana con profundo respeto y admiración.

“En aquellos años que íbamos a la panadería, cuando chicos, todos los bolilleros que usted veía, todos, hacían un bolillo con las dos manos y él hacía dos bolillos a la vez, uno con cada mano”.

“Él era ambidiestro en el pan”, desde preparar la masa hasta el momento del horneado, don Efra mostraba un talento y una energía como la de ningún otro panadero visto hasta el momento. Con el corazón y la mente puesta sobre sus clientes y su familia, siempre estaba ideando maneras de mejorar la producción, de abastecer a toda una ciudad que quería más y más, y por supuesto, lo mejor.

“Yo trabaje con él en la panadería cuando tenía quince años, yo era el que barría. En ese entonces me acuerdo que mi papá entraba a las seis de la mañana. Para cuando yo llegaba él ya había aventajado lo que era la primera ronda de bolillo y ya me había ayudado a barrer algún lado de tan movido que era”, recuerda Carlos, el más chico de los hermanos.

Creador del original y nunca antes visto bolillo con chorizo y queso, don Efra rompió paradigmas y reinventó el arte de hacer pan. No por casualidad muchos coinciden en que se trató de la mejor panadería en San Luis Potosí.

Su sangre, sudor y el corazón entero se quedaron en La Americana. Sus hijos tienen grabado en la memoria el día a día de su padre, partiendo de casa en su bicicleta rumbo al trabajo.

“Había veces que salía de aquí a las cuatro de la mañana y lloviera, tronara o relampagueara, no faltaba”. Sin embargo, su labor no representaba una carga, pues en palabras de sus hijos, “era algo que le encantaba y hacía con gusto”.

De entre todos los panaderos, don Efra resaltaba por la pasión, la energía y empeño que a su trabajo ponía. “Era el único que se vestía de panadero”: zapato y delantal blanco, siempre relucientes; gorrito de periódico y listo para trabajar. Siempre formal, siempre diligente, dedico 50 años de su vida a La Americana, convirtiéndose en una figura profundamente respetada y reconocida.

Un día de 2004 utilizó por última vez su uniforme luego de que la panadería cerrara para siempre sus puertas. Sin embargo, esta no fue razón suficiente para impedir que don Efraín siguiera dando vida a sus creaciones. Ya sea por antojo o nostalgia, hasta que la vida se lo permitió, siguió haciendo donas y bolillos en el horno que él mismo construyó en su patio.

Hombre serio, atormentado en ocasiones por sus propios recuerdos, pero de voluntad inquebrantable. Además del pan, gozaba viendo los clásicos del cine mexicano y escuchando, en su tocadiscos, a Pedro Infante, Javier Solís y Jorge Negrete. Su otro talento innato: la zapatería. Sus hijos recuerdan las visitas al mercado comprando zapatos viejos y luego a su padre arreglándolos, renovándolos al estilo y moda actuales, y dejándolos como si fueran nuevos.

Padre de ocho y esposo de doña Concha, a quienes se aseguró de darles una buena vida. Miguel recuerda con claridad aquellos tiempos en los que, pese a que la comida escaseaba, su padre llegaba del trabajo con pan para compartir con los vecinos, quienes también lo necesitaban.

“Con el hambre disfrutamos mucho ese pan, pero ya después fue un lujo. Le decíamos: ten una quesadilla de pan; o una cema reventada; o el bolillo con longaniza”.

Con su partida, cerró un capítulo importante de la historia no solo de La Americana, sino de la panadería en San Luis Potosí. Su legado es grande y digno de ser recordado. A tan solo unos meses de su primer aniversario luctuoso, y con más certeza que nunca, es posible afirmar que el paraíso huele a pan recién horneado, pues don Efra está haciendo unos bolillos para la cena.

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