Ciudad de México (12 de octubre de 2016).- La historia del impermeable es tan antigua como la de la misma indumentaria. Para protegerse de la lluvia, el hombre primitivo se confeccionaba capas y cubrecabezas que repelían el agua, tejían hojas, hierbas céreas y cosían tiras de cuero animal engrasado. Las capas impermeabilizadoras aplicadas a los diversos materiales variaban de una cultura a otra.
Los antiguos egipcios, por ejemplo, enceraban el lino y aceitaban el papiro, mientras que los chinos barnizaban y lacaban papel y seda. Pero fueron los indios de Sudamérica quienes allanaron el camino para que los europeos dispusieran de unas prendas impermeables ligeras y verdaderamente eficaces.
En el siglo XVI, los exploradores españoles del Nuevo Mundo observaron que los nativos recubrían sus capas y mocasines con una resina blanca procedente de un árbol local: “Hevea brasiliensis”. La savia, blanca y pura, se coagulaba y secaba sin conferir rigidez a la prenda embadurnada con ella. Los españoles dieron a esta sustancia el nombre de “leche de árbol”, y, copiando el método de los indios con su “sangrado” de los árboles, aplicaron el líquido a sus casacas, capas, sombreros y pantalones, así como a las suelas de su calzado. Estas prendas repelían efectivamente la lluvia, pero con el calor del día el recubrimiento adquiría una consistencia pegajosa y se adherían a él hierbas secas, polvo y hojas muertas que, al refrescar por la noche, quedaban incrustadas en las ropas.
Esta savia fue introducida en Europa, y científicos notorios hicieron experimentos para mejorar sus propiedades. En el año 1748, el astrónomo francés François Fresneau descubrió un procedimiento químico que comunicaba a aquella sustancia, aplicada a un tejido, mayor flexibilidad y menos pegajosidad, pero los aditivos químicos despedían un olor sumamente desagradable.
En el año 1770, Joseph Priestley, el gran químico británico, descubridor del oxígeno, trabajaba con ese látex lechoso y, casualmente, observó que un trozo de savia borraba las marcas dejadas por el grafito. Pero fue en 1823 cuando un químico escocés que contaba ya cincuenta y siete años, Charles Macintosh, realizó un descubrimiento trascenden tal que inició la era de las modernas prendas impermeabilizadas.
Mientras experimentaba en su laboratorio de Glasgow, Macintosh descubrió que el caucho natural se disolvía fácilmente en la nafta de alquitrán de carbón, un líquido volátil y oleoso producido por la destilación “fraccionada” del petróleo (la fracción cuya ebullición se produce entre la gasolina y el queroseno). Pegando capas de caucho tratado con nafta al tejido, Macintosh creó prendas impermeables que sólo olían a caucho, y el público le dio el nombre de “macintoshes”.