El Día de Muertos se celebra en cualquier lugar

Carlos Rubio

El 2 de noviembre suele vivirse como un día en el que se abarrotan de gente los panteones y se pintan de tonos felices las tumbas de nuestros seres amados que ahora forman parte de la tierra y nuestra memoria; las flores inundan nuestras manos y se derraman sobre los epitafios grabados en mármol; se limpia el polvo de las anécdotas que guardamos con quienes llegaron a su destino. Un día de convivencia entre la vida y la muerte que este año es distinto al de cualquier otro, pero con el mismo significado.

El anuncio de los panteones cerrados desde el 30 de octubre hasta el 2 de noviembre pareció ser la estocada final a una de las últimas festividades celebradas en México en el año: el Día de Muertos. Fue el castigo para una sociedad que no sostuvo el semáforo epidemiológico en amarillo y retrocedió a naranja, por un significativo aumento en el número de contagios por Covid-19, muertes y hospitalizaciones.

Aunque durante esta pandemia a los mexicanos se nos ha caracterizado por tercos y desobedientes, el llamado a no acudir a los panteones fue atendido al pie de la letra. Ni un alma se pasó por las puertas del camposanto intentando ingresar a dejarle una ofrenda a su difunto, o al menos, no frente a la vista de este reportero.

Afuera del panteón de El Saucito el panorama es desolador; en lugar de observar cientos de familias entrando con flores y saliendo en multitud, no hay más que una puertas cerradas y anuncios que invitan a quedarse en casa. Los únicos que se encuentran ahí son los comerciantes de flores y los pocos compradores que se acercan por un poco de cempasúchil para su altar; la vista se cubre de cubetas repletas de flores que estaban destinadas a adornar la tumba de algún difunto, pero que reposaran en la fría sombra de un clima confuso.

No todos los negocios estaban abiertos, algunos dieron por perdidos estos días y prefirieron esperar a que las puertas del panteón volvieran a abrir, con la esperanza de que una vez que esto ocurriera, la gente decidiera acudir.

Dos mujeres platican sentadas al frente de sus locales, en espera de que un milagroso comprador llegue y les compre toda su mercancía, lamentablemente para ellas me acerqué yo, con el encargo de comprar cempasúchil para el altar de mi casa, pero con más preguntas que dinero en la bolsa: una de ellas se llama Marlene, la otra mujer no comenta nada, pero responde con una mira de desconcierto al darse cuenta de que no soy un cliente.

Son significativas las pérdidas que tendrán para este año. Las ventas para Marlene han ido a la baja durante los ocho meses de pandemia y no solo para estos días como se podría pensar; el Día de la Madre y el Día del Padre han sido de los más tristes para los comerciantes de flores, ya que estos días también aglomeran a bastantes personas en los panteones y también a quienes buscan flores para regalar en vida.

Los precios se han mantenido igual que siempre y las bajas ventas no han sido razón para modificarlos: un ramo de cempasúchil puede costar 10, 15 o 20 pesos, y hay quien se aventura a venderlo en 30; el objetivo es el mismo para todos: tratar de vender todo el producto para evitar que la flor se pudra y perder lo invertido en ella; son máximo dos días antes de que el naranja del cempasúchil comience a perecer y decaiga en una lúgubre sensación.

Más adelante se encuentra doña Horte, quien, ya sobrepasando la tercera edad, atiende uno de los más de 10 negocios abiertos hasta el momento que compiten por ser la opción predilecta para la compra de flores. A ella el cierre de los panteones la tomó por sorpresa; como estaban abriendo con límite de las tres de la tarde, pensó que sería de la misma forma. Esperaba con ansias estos días porque sabía que podrían ser las mejores ventas del año, sin embargo, no fue así.

Doña Horte recuerda un fatal Día del Padre en el que tuvo las mayores pérdidas y quedó endeudada por no haber podido vender lo suficiente. Contrario a sus compañeros aledaños, ya no esperaba pérdidas para estos días, puesto que decidió surtir menos flores a sabiendas de las pocas que iba a vender.

Así pinta el panorama para la mayoría de los comerciantes de flores que viven de días como este en los que las flores se convierten en el regalo ideal para alguien, aunque su destinatario no pueda verlas, tocarlas o sentirlas, entonces ¿cuál será la verdadera razón de llevarle flores a un ser que ha pasado a otra vida? Quizá sea tan simple como la estética de un camposanto iluminado por vivos colores.

Este año falleció mi abuela, una gran amante de las flores; al recibir un ramo en una fecha como el 10 de mayo o su cumpleaños, su semblante se envolvía en una sonrisa que se asimilaba al pétalo de una flor: frágil y vivaz, y al mismo tiempo que agradecía por su regalo, las olía y nos platicaba: –A mí me gustan mucho las flores y yo quiero recibirlas todas ahorita, porque luego cuando me vaya, no voy a poder disfrutarlas –decía con nostalgia en uno de mis borrosos recuerdos.

Cuando falleció, por la pandemia no se permitió ingresar con flores a su entierro y para mí fue como si alguien hubiera querido cumplir su deseo: no recibir ni una sola flor que no pudiera disfrutar, todas las tuvo en vida.

Así fue como Elvira –mi abuela –me enseñó acerca de los pequeños detalles que apreciaba y cómo entendía a la perfección que los sentidos son un mecanismo que se alimenta en vida. También me hizo saber que, para encontrarla, no tendría que ir a un lugar al que ella nunca estuvo relacionada sino hasta su muerte, por lo que un recuerdo bastaría para visitarla desde donde me encontrara.

Los comerciantes coinciden en que la mayoría de las ventas que han tenido, son de flores de cempasúchil destinadas para los altares de cada familia en sus hogares, los cuales forman parte de la tradición que engloba el Día de Muertos.

Cuando a doña Horte le pregunté si es verdaderamente necesario ir al panteón este día, ella me dijo: – No, uno puede venir aquí cualquier otro día y decorarles. Los muertitos no bajan para estar en el panteón, bajan para estar con nosotros.

El 2 de noviembre es aquella convivencia entre seres con distintas maneras de estar; con presencias efímeras o infinitas; en cualquier lugar, evocando las anécdotas que nos regresen, –al menos por un momento­ –a compartir la vida con algún padre, madre, hermano, abuela, abuelo o mascota fallecida; una reunión con comida y bebida que alegre la fiesta de aquellos que iluminaron nuestros días; un instante donde no existe la tristeza.

Todo eso, al alcance de un hogar.

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