En una colaboración especial para Astrolabio Diario Digital, el periodista Blakely Morales Cruz comparte en esta crónica con una visión personalísima, sus impresiones del “atípico” juicio en contra de Alejandro N., al tiempo que esboza el perfil del “fuera de serie” potosino cuyas acusaciones han puesto en duda la vocación altruista de la alta sociedad.
Blakely Morales Cruz
El exfuncionario del DIF estatal acusado de violación sexual agravada, Alejandro N., continúa intocable, inasible. Hasta la treceava audiencia del juicio oral en su contra, como desde su detención el miércoles 23 de octubre de 2019, conserva la actitud del hombre que, sintiéndose inmune por un don especial, exige trato diferenciado de la justicia.
Han pasado dos años y nueve meses desde entonces, hoy es jueves 1 de septiembre de 2022, y media hora antes del arranque de la audiencia con el mismo tiempo de retraso, Alejandro N. es conducido y colocado en una segunda fila detrás de la mesa de trabajo desde donde lo vemos mejor. Ahí ubicado parece débil, relegado, se remarca en él la condición de presunto agresor que se resiste asumir.
Hemos elegido este extremo, previendo la proyección de imágenes durante la comparecencia de un testigo de su defensa; la distancia entre nosotros –la prensa– y él es mínima. Obviamente nuestra cercanía lo incomoda. Alejandro busca ganar espacio, y entonces empuja el escritorio de caoba con fuerza para moverlo unos centímetros.
Tal como aquella ocasión en el Club Deportivo Potosino, Alejandro N. batalla hoy para atender indicaciones de la autoridad representada por un elemento de la Policía Procesal, asignado a la sala de juicios orales.
El elemento se da cuenta de su acción, lo reprende con voz de mando y le indica: “Déjala así, imputado, no puedes mover esa mesa ¿Entendiste? No la muevas, por favor”.
Pero Alejandro intenta confrontarlo, explicarle algo, se le olvida que está en la cárcel y no en las juntas de Gobierno del DIF donde su palabra era decreto, menos en las reuniones del Consejo Potosino de Asociaciones Civiles (Copac), donde su voz era sermón y su presencia casi la luz divina.
Aquí el oficial no lo deja ni hablar. La cara de Alejandro se torna roja de la vergüenza y el coraje que le provoca que un simple policía, moreno de 1.68, complexión robusta y mirada de maldito, lo regañe frente a la prensa.
Su condición privilegiada le impide ser al mismo tiempo un ser ecuánime: en su cabeza, todos le debemos algo y él está por encima del bien y del mal. Esa simple mesa delata su soberbia.
Esconde el rostro entre los hombros, pero debajo del cubrebocas aún alcanzamos a ver al adolescente que no ha dejado de ser.
Tuvieron que pasar doce audiencias para poder ser testigos de la primera (¿y única?) ocasión en la que Alejandro N. fue tratado con la intransigencia que debe tratarse a un presunto delincuente. No con la deferencia que acostumbra el oficial Meraz.
Lecciones para ser mejor persona
Lo que aún significa el nombre de Alejandro N. fuera del penal de La Pila es una condicionante para que a algunos elementos de la Policía Procesal les resulte difícil casi imposible guardar distancia de un personaje como él. Persuasivo y seductor según quienes lo conocen, el exfuncionario es un profesional en detectar la necesidad.
(La necesidad, dice él; la vulnerabilidad, digo yo).
De los oficiales, uno en particular de apellido Meraz es quien durante los recesos en los primeros días del juicio incluso se sienta a un lado suyo para dialogar, reflexionar y escucharlo como un terapeuta; lo alienta con una conversación que gira en torno a la espiritualidad e invariablemente, conduce a los san benitos.
La primera vez que la prensa cruza palabra con el oficial Meraz, el confidente de Alejandro nos pregunta de qué medio somos, y que si “le tiramos a los del Verde” o no. Luego, casi a cuento de nada, Meraz me dice enfático mirándome a los ojos: “Aquí (a la cárcel) se viene a ser mejor persona”.
En ese momento no puedo evitar percibir al policía como un vocero del exfuncionario.
Para el miércoles 13 de julio, día de la séptima audiencia, ya hemos mencionado en los espacios radiofónicos de MG que durante los recesos, Alejandro N. y un policía dialogan sobre cuestiones esotéricas como si estuvieran en el Mercado República.
Puede que los elementos de la Procesal hayan sido reprendidos por sus superiores a partir de ese comentario, puede que no. Lo cierto es que para este miércoles, los policías han sido rotados por primera vez, y por primera vez el imputado, no tiene con quien conversar. Conversar para poder ser, para poder seguir siendo, para no desarraigar a su persona del capital simbólico que aún conserva fuera de aquí.
Claroscuros
A las 9:50 de la mañana del miércoles 13 de julio de 2022, previo a la séptima jornada, con una hora de retraso y las vacaciones del Poder Judicial a la vuelta de la esquina, el temple del imputado ha cambiado. Sin tener con quien dialogar se le nota nervioso, impaciente y una leve taquicardia le ataca la espalda provocando resoplidos, ansiedad.
La tensión lo obliga a removerse en su silla, se acerca al escritorio sentado en la orilla, toma el auto de apertura para el siguiente testigo, lo revisa, y como en otras ocasiones, con una pluma deja anotaciones al calce como indicios o señales para sus abogados, a la manera de piedras para cruzar el río de la justicia.
De pronto suena una alarma: es su reloj de pulsera, programado para recordarle no sabemos qué, en punto de las 10 de la mañana. Lo apaga.
De no ser por los hombros quemados por el sol o el ejercicio contra el ocio que denotan sus brazos, cualquiera diría que Alejandro nunca ha pisado la cárcel, luce sano, con buen peso y conserva el rostro estilizado que retrataron las cámaras de las secciones rosas de la socialité.
Pero algo ha cambiado en el color de sus ojos. Ya no sobresalen las pupilas azules que cautivaron a las señoras de alcurnia; se adivina en ellos cierto aspecto cristalino o grisáceo.
Durante las audiencias, usa el pantalón caqui del penal, pero lo combina con sudaderas grises o blancas de algodón bien cuidadas, más un chaleco gris o naranja de pluma de ganso para soportar el frío del aire acondicionado de las salas a las que ingresa siempre recién bañado, con el cabello húmedo, y en los pies, unos tenis rojos Puma Ferrari.
Además de su atuendo juvenil, una cadena de plata y un escapulario al cuello delatan lo que intenta proyectar o conservar a sus 42 años de edad, vestirse de inocente.
Además de eso, casi nada es diferente en él. Algunos que lo vieron entonces, y que lo han visto en los últimos años, piensan que Alejandro, físicamente sigue siendo el adolescente que fue a finales de los años noventa, cuando comenzó la carrera altruista en la que aún sostiene su valía personal, su significado frente al mundo, y de tenerla, su credibilidad.
A la vista de quienes presenciamos su juicio, Alejandro N. mantiene las cejas arqueadas, el semblante serio y el ceño fruncido, pero se ha mostrado tranquilo, estable, afable, incluso se le ha visto sonreír; sin embargo, su ánimo ha venido desmejorando conforme las pruebas resultan contundentes, sus testigos no otorgan certezas, y las audiencias se vuelven eternas.
Él se desespera y de eso nos damos cuenta el jueves primero de septiembre. Le hicieron falta trece audiencias, conocer durante mil días desde la entraña cruel de la cárcel al sistema de procuración, para darse cuenta de que fuera de su mundo de cenas de caridad, donativos y altruismo tercermundista, la vida tiene claroscuros y frente a todo eso se le agotan los cabales.
Todo o nada
Hasta antes de ingresar al penal La Pila, la vida de Alejandro N. había sido plena y pública. Las revistas de sociales conservan las imágenes de su boda con una joven diez o quince años menor que él, perteneciente a una de las familias de mayor alcurnia entre la aristocracia de México.
En las imágenes de hace cuatro años, sonrientes, él, ella, sus familias y amigos, eran incapaces de adivinar el futuro, aunque alguna oscuridad habitaba y asomaba ya de la mirada del exfuncionario.
A partir de las acusaciones que lo mantienen tras las rejas, la historia de Alejandro N. se ha convertido en un barril sin fondo al que nadie o casi nadie se ha querido asomar. A quienes lo tuvieron cerca solo se les ocurre olvidar, esperar la sentencia y en caso de ser condenatoria, hacer de cuenta que alguien como él, nunca existió.
También hay quienes aún lo admiran y confían en su inocencia, lo apoyan; otros lamentan y se preguntan: ¿Cómo es posible que no lo vimos? ¿cómo es que nunca nos dimos cuenta?
Volviendo al jueves primero de septiembre: Todavía Alejandro N. está recuperándose del regaño por haber movido la mesa de trabajo, cuando justamente, el oficial Meraz ingresa a la sala designado a la decimotercera jornada.
El policía con más de veinte años de carrera encuentra al imputado, su amigo, aún encorvado, y con una palmada en la espalda lo saluda efusivamente: “¡Ese Alex! ¡Ánimo!”.
Me niego a creer que Meraz sea un hombre ingenuo, más bien me parece que lo que sea que haga, no lo hace gratis. Alejandro se levanta como por arte de magia y le devuelve el saludo, su salvación ha llegado.
Y efectivamente, el policía le hace más amena la espera con su diálogo, y Alejandro olvida por unos minutos que está en la cárcel, juega a ser un ser social.
Pero ha pasado demasiado tiempo, tantas cosas han cambiado dentro y fuera del Centro Integral de Justicia Penal de La Pila de 2019 a la fecha, y Alejandro N. ya no es capaz de conservar la calma como en los primeros días del juicio oral. Una decisión judicial que creía tener bajo control se tambalea entre el suspenso, mediada por decisiones políticas de otra índole.
Desesperado se da por aludido. Con un reclamo se deslinda de los intereses mezclados a su favor: “Yo soy el que está detenido, yo soy el que quiere salir de este lugar”, reprocha a los jueces del tribunal alegando ser una víctima más, el principal interesado en que el juicio en su contra avance más rápido.
Pero ya nada depende de él, ni de sus abogados, ni del Poder Judicial, sino de otro con más poder que no está aquí, para quien hoy La Verdad acaso sea algo superfluo, accesorio, ornamental.
Mientras tanto, entre las verdades que sí persisten y a las que nada les puede quitar esa calidad, está la de que conforme pasan los días, las semanas, a Alejandro se le acaban las prebendas, incluido el privilegio de ser el ciudadano distinguido, presea al Mérito Plan de San Luis 2012.
En la cárcel no es nadie, y de salir, inmune o manchado por el delito de estupro, lo más seguro es que tenga que esconderse durante un buen tiempo, o irse para siempre de San Luis Potosí.