Alejandro Hernández J.
Nuestra indolencia, seamos ciudadanos o gobernantes, es una de las principales causas de muerte y sufrimiento en todo el mundo. Históricamente, cuando los poseedores de poder han pensado únicamente en costos y beneficios, millones de humanos y de individuos pertenecientes a otras especies han sido aniquilados con fines productivos. Cotidianamente, cuando cada uno de nosotros ha pensado únicamente en su ascenso social, sin detenerse a observar los problemas estructurales que corroen nuestras sociedades, asuntos esenciales han dejado de ser atendidos. De esta manera, elementos tan necesarios a nivel local —una buena calidad del aire, un transporte público decente o un sistema de salud pública fuerte, por ejemplo— han pasado al olvido. Después de todo, ¿cada cuándo las autoridades se desplazan en camión?, ¿quién podría prescindir del auto si es tan cómodo y si tenemos tanta prisa?, ¿cómo alimentarse correctamente y hacer ejercicio con tan poco tiempo libre? La capacidad de acción de los afortunados (privilegiados por, justamente, poseer una capacidad de acción) siempre está anquilosada.
Sin embargo, como plantea el filósofo italiano Franco Berardi, por primera vez en mucho tiempo se detuvo la máquina: un virus “bloquea, pieza por pieza, la máquina global de la excitación, del frenesí, del crecimiento, de la economía”. El ajetreo que nos mantenía anquilosados se ha aplacado. En términos laborales, esto significa que, posiblemente por primera vez en la historia reciente, no solo los trabajadores jerárquicamente inferiores se verán afectados —algo a lo que, tal vez y de manera más que lamentable, ya estaban hasta cierto punto acostumbrados tras siglos de tantos abusos; de ahí que su capacidad de acción se haya transformado desde hace mucho en capacidad de supervivencia…—. Pero ahora una larga fila de ciudadanos altamente calificados y productivos (los privilegiados que mencionábamos en el párrafo anterior) están a unos pasos del paro. Sin embargo, no solo los bolsillos se verán afectados, sino también nuestros orgullos, acostumbrados a ciertas comodidades y lujos. Tal vez “salir de la zona de confort” se vuelva imposible, porque ya no habrá “zona de confort”.
Desde luego, la indolencia y el sacrificio de nuestra capacidad de acción no solo provienen del frenesí en sí mismo, sino de la ideología que lo provoca: un hipotético crecimiento económico ilimitado. Pero el ciclo en el cual ganancias y producción se alimentan mutuamente hasta el infinito para generar un muy sólido bienestar no logra ni siquiera soportar un par de meses de confinamiento. Los cálculos fueron incorrectos. En nombre del crecimiento, muchos países habían reubicado sus centros de producción de insumos médicos en lugares donde la maquila fuera barata; ahora los mismos países luchan por conseguir cubrebocas. También, en nombre del crecimiento, muchos de los afortunados “nos sacrificamos” durante años para poder disfrutar de la vida sin pensar en los otros. Ahora nos damos cuenta de que estamos por convertirnos en esos otros.
Pero las ideologías pueden verse seriamente puestas en duda después de experiencias traumáticas. Es probable que nuestra desilusión sea proporcional al tamaño de nuestros esfuerzos: tantas horas de sueño sacrificadas, tanto dinero y esfuerzo invertido por conseguir la zanahoria. Pero, ante el riesgo de que esta zanahoria sea roída por un virus, el ente que jala la caña prefiere guardarla antes que compartirla con la multitud de conejos que corren desesperados detrás de ella. El golpe será muy doloroso, pero alberga una nueva posibilidad. Así, de la misma manera en que algunos Estados del mundo hablan de un nuevo deseo por recuperar su soberanía en lo que a ciertos insumos se refiere, es posible que los afortunados encaremos, una vez por todas, nuestras responsabilidades como ciudadanos y como seres humanos, deshaciéndonos de la indiferencia que tanto tuvimos hacia la innumerable lista de problemas de siempre.
De hecho, el traumatismo podría ser tan grande que, en el mejor de los casos, un profundo cambio de sistema podría tomar lugar. En los últimos días, los desafíos generados por la actual crisis mundial se comparan ya a los que provocó la Segunda Guerra Mundial. Como bien sabemos, ese gran conflicto dejó un gran número de muertos y de sobrevivientes traumatizados. Pero muchas de las víctimas se convertirían en los mayores actores de una generación que transformó su dolor en un deseo ardiente de justicia. Por ejemplo, en 1944, un Stéphane Hessel de 27 años había sido torturado y sentenciado a muerte en el campo de concentración de Buchenwald, Alemania. Tras salvar la vida gracias a una identidad falsa, el activista declararía años más tarde que el ambiente cosmopolita del campo de concentración habría sido su mayor motivación para convertirse en diplomático. En 1948, este personaje sería uno de los principales redactores de la Declaración Universal de Derechos Humanos.
En México, la edad mediana de la población es la de Hessel al momento de su captura por el nazismo: 27 años (INEGI, 2015). Para la gran mayoría de estos jóvenes, perder su estabilidad económica y social representa una tortura, y algunas estimaciones son tan negativas que se asemejan más bien a sentencias de un futuro mortífero. Pero si nos esforzamos por despojar las antiguas creencias de su falsa identidad, si nos convertimos en los nuevos decisores militantes por un mundo más justo, podríamos salvar el pellejo y el de muchos otros que llevan siglos sufriendo. En otras palabras, la memoria del traumatismo podría colocar sobre la mesa los problemas estructurales que ignoramos por tantos años y, en el mejor de los casos, motivarnos a poner fin a la dominación de los poderes económicos que controlan prácticamente cada aspecto de nuestras vidas.
Pero cantar victoria desde ahora sería demasiado ingenuo. Hay intereses muy oscuros y poderosos que no dejarán de aprovechar la actual crisis para desarrollar agendas perversas. Si los sobrevivientes no asumimos nuestra responsabilidad y, en lugar de ello, nos dejamos llevar por cantos de sirenas, el estado de excepción podría convertirse en la norma. “No podemos dejar la revolución en manos del virus. Confiemos en que tras el virus venga una revolución humana”, exclamó recientemente el filósofo Byung-Chul Han en una columna publicada en el periódico El País. Para cerrar el presente artículo, dejemos que este filósofo surcoreano prosiga con su mensaje (las mayúsculas ya se encontraban en el texto original):
Somos NOSOTROS PERSONAS dotadas de RAZÓN, quienes tenemos que repensar y restringir radicalmente el capitalismo destructivo, y también nuestra ilimitada y destructiva movilidad, para salvarnos a nosotros, para salvar el clima y nuestro bello planeta.