Octavio César Mendoza
En la era neoliberal que ocurrió en el México donde el que no tranza no avanza, los llamados “moches” alcanzaron un rango casi constitucional. La práctica que consiste en solicitar dinero a cambio de la asignación de obras públicas se convirtió en una pérdida de recursos del erario de alrededor del 30 por ciento, de acuerdo a estimaciones surgidas más bien de la experiencia reportada por proveedores y constructores, que por elementos de prueba. Claro: los ladrones estudian perfectamente el modus operandi a ejecutar durante su paso por el poder, y por ende no se les acusa de tontos.
Más allá de lo que eso significa en términos sociológicos referente al comportamiento grupal, basta con hacer una operación aritmética sencilla donde al monto invertido en obra pública se le reste el treinta por ciento, para obtener un resultado cercano al costo global de la corrupción. Digamos que si tomamos como referencia los informes de gobiernos precedentes y sacamos un número que sea la suma estimada de la inversión pública histórica, merced a lo anterior sólo hemos aprovechado (relativamente) 7 mil millones de pesos de manera eficiente, de cada 10 mil millones de pesos ejercidos; sin embargo, debido a la disminución de la calidad de los productos, bienes, obras o servicios realizados por personas y empresas, también hay que sumar el costo subderivado del “moche” al que podemos colocar dentro de la celda de la deficiencia en términos de calidad. Digamos que esto representa otro tercio del costo, debido a que se requieren de grandes sumas de recursos públicos para subsanar lo que está mal hecho, a nombre del eterno mantenimiento o reparación de lo mismo, o bien porque de plano estamos acostumbrados a que las cosas ya no se hacen como antes ni son para siempre.
Esto significa que, probablemente, los daños al patrimonio de los mexicanos y los potosinos sean realmente escalofriantes, y que todo aquello que vemos como progreso en materia de desarrollo, resulte apenas lo visible a mirada simple: el cuarenta por ciento de lo que debería existir. Y aún así nos dijeron con burla: “¡Vamos X +!”
Somos del tamaño de nuestras obras individuales, pero podemos ser del tamaño de nuestros logros colectivos. Pensemos, entonces, en universidades públicas tres veces más grandes (y que generan tres veces más patentes y tres veces más egresados de altísimo nivel de preparación) o presas tres veces más grandes que solucionan los problemas del agua para tres generaciones más o tres ciudades más grandes que este pueblo del Sí que ahora se tiene que rascar con sus propias uñas y aguantarse la sed o las ganas de ir al baño, o vías de comunicación tres veces más eficientes que las actuales, lo que significa tres pares viales de dos pisos cada uno, y tres veces más puentes y pasos a desnivel. Imaginemos, también, el significado de la palabra “grandeza” en su contexto no de “grandote” sino de trascendencia, y coloquemos dicho concepto junto a cualquier factor del desarrollo humano: educación, cultura, deporte, industria, salud, campo, agua, etcétera. Sería como proponer un Plan Marshall después de la guerra de treinta años del neoliberalismo, para reconstruir hasta el autoestima y la identidad colectivas, ahora que sabemos cuánto nos han robado.
Por eso es importante hacer notar que, cuando los gobiernos tienen voluntad de generar desarrollo, y los integran elementos con una visión nacionalista, honestos y desprovistos de vulgares ambiciones económicas más allá de percibir un buen sueldo a cambio de sus atributos más positivos en función del servicio público, entonces el anhelo de bien común se puede concretar. Así, cada centavo público es, al final, tres veces más útil de lo que ha sido en estas tres décadas.
En ese sentido, los diputados y funcionarios del PRIAN que especializaron su nivel moral de ejercicio del poder público en el llamado “moche” nos heredaron una carga cultural demasiado pesada; y al igual que ellos, los que hoy piden tributo a cambio de un porcentaje de la venta de un bien inmueble propiedad del Estado para poner su firma, son producto de esa cultura que sigue generando un persistente rezago de eficiencia ejecutiva de hasta el sesenta por ciento de nuestros recursos (tiempo y dinero, principalmente) y de nuestras capacidades sociales de desarrollo. Literalmente, se roban el dinero y el futuro porque sienten que sin esa actividad que deja esa lana la vida no vale nada. Ejemplo de ello, El Realito, Interapas, la autonomía universitaria, y todo lo que vendieron como espejitos de latón a precio de oro. Y cuando gusten voy a las mesas de cualquier forma para extender las razones centrales de mis dichos.
En un mundo donde lo valioso no tiene precio, hay que hacer lo necesario para que obtenga un estatus de inestimable. Tener en alta estima la honestidad y la honradez, la eficiencia y la capacidad, es brindar mejores resultados como parte del desarrollo de las sociedades; pero dado que las pasiones humanas son verdaderos lastres del humanismo, resulta muy complicado cambiar los paradigmas y revertir las malas conductas hechas de costumbre, de ignorancia y de maldad. Hacerlo desde el estado de resultados, desde la aritmética simple, tal vez nos resulte más útil para hacer comprender, a quienes piensan más en el lucro propio que en el bien común, que la vida es demasiado breve como para invertir el tiempo en esclavizarse al dinero ajeno para volverlo propio, y con ello garantizar el beneficio de tres generaciones, pero de parientes y amigos. Hay que abrir los ojos de todo aquel que se encuentra en estado de negación por su mero egoísmo patrimonialista.
Sardanápalo ordenó hacer arder todos sus bienes y acabar con cuanto amó en vida estando en su lecho de muerte, para que nadie más disfrutara de sus palacios, sus joyas, sus caballos, sus mujeres. Algo así es lo que pasa, al final, con quienes dañan el patrimonio público: arden en su propia pira de egoísmo, ignorando que lo más valioso no tiene precio, y que el precio de dar demasiado valor a lo efímero, es el mismo que se paga por haber nacido: la muerte. Si todos vamos a morir, porque no dejar lo mejor de nosotros para el bienestar de los demás, en lugar de andar por ahí acumulando objetos para sumar en la calculadora del corazón el inmenso vacío existencial. Netflix.
Será que no tuvimos la misma escuela, licenciado, y por ello pienso en un estado gobernado por mujeres y hombres con un alto compromiso social, con un perfil idóneo y con una convicción clara: si crecemos tres veces más, si multiplicamos nuestro potencial por tres, seremos tres veces más felices, más ricos y más importantes para los demás. Esto es: hay que pensar que todo sea tres veces más grande de lo que es hoy, ser tres veces más creativos y tres veces más eficientes a la hora de destinar los recursos ajenos. Tres por tres, y no menos dos.
A esa solidaridad en acción es a la que deben llamar los liderazgos que aspiren a gobernar San Luis Potosí en el futuro, pues es la misma a la que está llamando Ricardo Gallardo Cardona: a ser grandiosos a partir de la grandeza, de la creatividad, de la eficiencia, de la proyección de futuros promisorios, lo que no es otra cosa que la elevación espiritual para alcanzar una mayor altura de miras y un horizonte más amplio de posibilidades.
Sí, hoy deberíamos ser tres veces más grandes; pero ya estamos nuevamente en camino a serlo, porque hay personas que no tienen miedo de trascender cómo no tuvieron miedo, en su momento, un Carlos Diez Gutiérrez o Carlos Jonguitud Barrios, y que hoy tampoco lo tiene El Pollo. Por eso fija su mirada en el rostro de Benito Juárez colocado en su despacho; pero también piensa en el antagonista Porfirio Díaz, y su obra inmensa.
Así que hasta donde tope, gobernador, porque acá abajo hay mucho pueblo, aunque allá arriba haya mucha envidia, muchos celos, mucho dolor de quienes pensaron que serían los eternos hacedores de la grandeza de San Luis Potosí -menos el 60 por ciento, sí.
Las opiniones aquí expresadas son responsabilidad del autor y no necesariamente representan la postura de Astrolabio.
Nació en San Luis Potosí en 1974. Actualmente es director de Publicaciones y Literatura de la Secretaría de Cultura, y también dirige la Casa del Poeta Ramón López Velarde y la Editorial Ponciano Arriaga. Ganó el Premio Nacional de la Juventud en Artes en 1995 y el Premio 20 de Noviembre en 1998 y 2010. Ha publicado siete libros de poesía y uno de cuento. Fundador de las revistas Caja Curva y CECA, también colaboró en Día Siete, Tierra Adentro, entre otras. Asesor de Marcelo de los Santos Fraga de 1999 a 2014, siendo él presidente municipal, gobernador y director de Casa de Moneda de México.