Octavio César Mendoza
De toda ignorancia, la peor es la que surge de una pasión, que es contraria a la razón. Así, existe la ignorancia patriótica del nacionalismo, y el conglomerado de ignorancias religiosas, raciales, ideológicas y bélicas —estas últimas hermanan la guerra con algunas disciplinas deportivas—, hasta llegar a la ignorancia del ego, que se expresa como vanidad, orgullo, soberbia.
Todas las anteriores conducen al ser humano hacia la mentira colectiva o el autoengaño. No hay mejor ignorancia que la natural, llamada también inocencia, que es la única que conduce hacia el auténtico conocimiento, y es esta la que mueve al ser humano hacia estados de consciencia superiores en el transcurso de su vida; siempre y cuando la emoción causada por su pérdida sea gozosa, de asombro, y no violenta y de estupor.
Sin embargo, la ignorancia por elección es aberrante; y he ahí el caso del que pretende ignorar la existencia del bien para justificar la ignorancia del mal que se comete o se piensa. Ignorar, en este caso, es ser indiferente, aunque se guarde en el interior atormentado que dicha indiferencia no limpia el espíritu de sus manchas. Es como ignorar un tumor, una arritmia cardiaca, una amenaza de muerte. Por último, y en el mejor de los casos, lo que se debe ignorar es el llamado a cometer el mal, ser ignorantes de la conquista que supone la comisión del mal, pues deriva de la ignorancia de ese defecto moral que es pensar que los demás no existen, que nadie tiene porque saber que se obra mal, que la justicia terrenal no alcanza para castigar a todos. Ignorancia relativista, digamos, una cómoda ensoñación donde el sufrimiento ajeno no nos puede tocar, aún si lo podemos aliviar o, mejor aún, evitar.
Por ello es que la política se concibe como el ordenamiento de las conductas morales de una sociedad, dentro de un territorio, por un Gobierno, y ocupa todo este espectro trilateral desde el ejercicio del poder, con la intención inicial —aunque no constante— de gestionar el llamado “bien común”; entiéndase, la garantía de satisfacer las necesidades colectivas por encima de los deseos individuales o grupales.
Dicho esto, resulta todo un autoengaño para el gobernante, pero aún más para el ciudadano, este hábito de olvidar que también se elige y se gobierna a largo plazo, y existe un punto intermedio decisivo de dicha elipsis que es la elección intermedia y la autoevaluación, la cual se realiza como un ejercicio de autocritica en el caso del mandatario en turno, y de satisfacción personal, en el caso del ciudadano.
Suele ser esta última la que preocupa a quien ejerce el poder, y no al ciudadano, y a este último le debe mover el cumplimiento o incumplimiento del proceder legal, financiero, ético y finalmente productivo del trabajo que ha encomendado realizar a quien dio su sacrosanto voto.
Dicho esto, y ante la inminencia de las búsquedas del perfil adecuado que entre los muchos apostadores tienen los partidos políticos para elegir a sus candidatos, es importante, vital, que se observe cada corcholata con minucia, tenga el color que tenga y sea confeso o profeso de quien sea, a fin de no empacharse con la publicidad, vomitar con el resultado, y obrar mal por la decisión que está en las manos y quedará en la consciencia del elector y no de los publicistas —esos no tienen conciencia, ni escrúpulos ni decencia.
En la siguiente columna nos lanzamos de profundis a esa mortificante pileta.
Las opiniones aquí expresadas son responsabilidad del autor y no necesariamente representan la postura de Astrolabio.
Nació en San Luis Potosí en 1974. Actualmente es director de Publicaciones y Literatura de la Secretaría de Cultura, y también dirige la Casa del Poeta Ramón López Velarde y la Editorial Ponciano Arriaga. Ganó el Premio Nacional de la Juventud en Artes en 1995 y el Premio 20 de Noviembre en 1998 y 2010. Ha publicado siete libros de poesía y uno de cuento. Fundador de las revistas Caja Curva y CECA, también colaboró en Día Siete, Tierra Adentro, entre otras. Asesor de Marcelo de los Santos Fraga de 1999 a 2014, siendo él presidente municipal, gobernador y director de Casa de Moneda de México.