Octavio César Mendoza
Luz Raquel Padilla era, quizás, el único asidero al mundo que tenía su pequeño hijo autista. Quienes la asesinaron de forma cruel y salvaje (¿cuál asesinato no es cruel y salvaje?) también violentaron la vida de una persona cuya inocencia lo protege de entender que en el mundo también hay personas cuya maldad asoma como un demonio, pero que jamás entenderá que su madre fue asesinada por odio hacia ella y, lamentablemente, hacia él. El autor intelectual y los autores materiales de un crimen tan horrendo, estoy seguro, seguirán sintiendo el ardor de su odio como un infierno personal hasta que su vida concluya, espero que en prisión.
Por desgracia, para el pequeño comenzará un calvario de rechazo, abandono, y todo tipo de maltrato por parte de quienes no comprenden los fenómenos del espectro autista, y que hacen todo lo posible por invisibilizar y anular a estas personas que no son culpables de su condición, como yo no soy culpable de tener el cabello negro o vocación de escritor.
Las personas con autismo (convivo la mitad de mi existencia con uno de ellos, y lo amo profundamente) están condenadas al aislamiento, son víctimas del temor de las personas “normales”, y cuando sus espacios de convivencia social se limitan a la familia más cercana que por lo general suelen ser sus padres, dejan de recibir la atención que merecen por parte del Estado y de la sociedad misma. Al igual que a un esquizofrénico en el Medievo, a un autista se le suele tratar como a un poseso.
En ese sentido, los cuidadores de personas con autismo también suelen ser tratados como “desafortunados” o como enfermos terminales a largo plazo. Como en una especie de antigüedad que me suponen los años noventa, recuerdo que para generar el diagnóstico clínico de un hijo era necesario que su madre y su padre asumieran una culpa y escarbaran en su interior para saber cuándo, cómo y dónde es que el destino “normal” de una persona se torció. Llegué a escuchar, incluso, que los genios solían tener hijos calificados cómo “imbéciles”, y resulta que los imbéciles son quienes catalogan como tales a estas personas e incluso utilizan el término “autista” como un insulto.
Volviendo al caso de Luz Raquel Padilla y el de los padres cuidadores de hijos autistas, me queda claro que el mayor temor que experimentamos es morir antes que ellos, ya que nadie los cuidará como nosotros. Nadie desea la muerte de un hijo, pero ante la indiferencia y la intolerancia del mundo, resulta preferible invertir los ciclos naturales vida-muerte, antes que pensar lo que sufrirán los hijos condicionados por el autismo.
Lentamente, el autismo también aísla a los cuidadores: no es posible tomar vacaciones, salir a la plaza, visitar a la abuela, formar otra familia, sin dejar de atender como prioridad los episodios de enojo, los ataques epilépticos, los llantos desmesurados, las horas de gritos y ecolalia, porque todo eso, naturalmente, es “incómodo” para las “personas normales” y es mejor mantener drogado y aislado al autista que lidiar con él, que aceptarlo, que comprenderlo, que cuidarlo.
El problema de fondo es que cada vez hay más autistas, y no se sabe por qué. Y mientras haya quienes los cuiden, el Estado no emprenderá una política social que atienda el estudio del fenómeno desde una perspectiva científica y sociológica, tanto para conocer las causas, atenuarlas, fomentar la convivencia social del autista, apoyar a los cuidadores y hacer entender a las “personas normales” que ellas y ellos no están poseídos por el demonio.
Imagino que dentro del sufrimiento agónico de Luz Raquel estaba un temor mayor: “¿Quien cuidará de mi hijo?” Esa es la pregunta que nos hacemos todos los días quienes tenemos hijos autistas, y es casi por ellos que cualquier incomodidad personal, cualquier carencia, cualquier circunstancia negativa para nosotros los padres se vuelve una mera eventualidad. Los autistas nos enseñan de resiliencia, de tolerancia extrema, de respeto absoluto, de defensa personal, de artes marciales, de lectura de rostros e intenciones, de cuidado; pero también de amor, de compasión, de humildad, de trabajo sin descanso, de agradecimiento por el pan, el sueño y la salud. Un autista es un maestro, pero pocos desean ser sus aprendices.
Quizás esa es la razón por la que cada vez hay más autistas: la humanidad necesita ser más humana, valga la paradoja; y no hay mejor forma de lograrlo que poner a un autista en cada casa, porque ahí se define quiénes son realmente sus cuidadores, su familia, sus defensores.
Sin embargo, también es importante que exijamos al Estado en los gobiernos de todo el mundo, que se emprendan acciones de amplio espectro como lo es el propio autismo; y también que ese cuidado se extienda a todas las enfermedades mentales, a todos los trastornos psicológicos, a toda la salud que se relaciona con el cerebro y la psique. Cuidar al prójimo es una misión casi espiritual que requiere de muchos puntos materiales y logísticos de apoyo. De esa forma seremos mejores individuos y crearemos mejores colectividades, más sanas, más cercanas a esa santidad que representan los autistas.
Descansa en paz, Luz Raquel, y que a tu hijo no le falte el cuidado que tú le prodigabas. Y que no descansen jamás quienes te asesinaron, y tampoco quienes maltratan a los más vulnerables.
Nació en San Luis Potosí en 1974. Ganó el Premio Nacional de la Juventud en Artes en 1995 y el Premio 20 de Noviembre en 1998 y 2010. Ha publicado siete libros de poesía y uno de cuento. Fundador de las revistas Caja Curva y CECA, también colaboró en Día Siete, Tierra Adentro, entre otras. Asesor de Marcelo de los Santos Fraga de 1999 a 2014, siendo él presidente municipal, gobernador y director de Casa de Moneda de México. Actualmente es director de Publicaciones y Literatura de la Secretaría de Cultura, y también dirige la Casa del Poeta Ramón López Velarde y la Editorial Ponciano Arriaga.