Ciudad Juárez, Chihuahua (16 de julio de 2016).- Cuando a un grupo de estudiantes de una secundaria pública de esta ciudad se le pidió plasmar en un mural lo que representaba “el pasado”, lo que pintaron fue una casa en un paisaje desértico enmarcado con una larga cadena. Una pelota, un par de columpios y un resbaladero fueron dibujados abandonados en la arena del exterior de la casa mientras, dentro, un hombre y una mujer adultos aparecen alejados, de un extremo a otro. Entre ellos, un niño y una niña ven televisión; una ventana tiene seis barras horizontales y, en otro cuarto, el mismo efecto carcelario tiene una ventana más pequeña, detrás de la cual está otro niño con los labios abatidos.
“Todo el día, todos los días estaba así; no quería hablar con nadie, estaba encerrada, oyendo música, triste, abrazando a mi hermano, abrazando una almohada, o cerrar mis ventanas, porque no quería ver a nadie porque tenía miedo, y hasta de ir a la escuela tenía mucho miedo”, dice Dafne, hoy de 14 años.
“Me sentía atrapada, con miedo, diciendo que un día me iba a tocar a mí, y muy estresada, porque pensaba mucho”, recuerda.
El mural fue creado en 2014 en una secundaria del suroriente de esta ciudad y “el pasado” al que se refirieron los estudiantes autores, de entre 12 y 15 años entonces, fue el que vivieron a partir de 2008, cuando inició aquí la Operación Conjunta Chihuahua y más de 10 mil personas fueron víctimas de asesinato.
Plasmar esa experiencia a través de una actividad artística fue parte del programa Abriendo Espacios Humanitarios, introducido en noviembre de 2011 por el Comité Internacional de la Cruz Roja y la Secretaría de Educación del estado en más de 32 secundarias con el fin de “reducir la vulnerabilidad y aumentar la capacidad de respuesta” de comunidades afectadas por la “violencia organizada”.
Después de casi cinco años de intervención entre más de 27 mil estudiantes, lo detectado por sicólogos y docentes es que hay una “preocupante” incidencia de estrés postraumático entre quienes, como Dafne, estuvieron cerca de donde se cometió alguno de los más de 10 mil asesinatos o perdieron a algún familiar de manera violenta.
En consecuencia, agrega el diagnóstico, entre los hoy adolescentes prevalecen las actitudes de aislamiento, silencio por temor y resentimiento, además de carencias afectivas derivadas de la pérdida del ser querido y, en varios casos, procesos de normalización de la violencia necesarios para bloquear el dolor.
Todo lo cual, coinciden participantes del programa entrevistados, presenta elementos que hacen prever como inequívoca la repetición de la violencia.
“Los jóvenes tienen ansiedad, tienen estrés postraumático, tienen miedo”, dice Dora Elia Espinoza Cota, coordinadora de Abriendo Espacios Humanitarios (AEH) por parte de la Secretaría de Educación, Cultura y Deporte del Estado de Chihuahua.
“Habrá jóvenes que pudieran salir de alguna manera, que tienen los recursos de parte de la familia, de la sociedad, pero habrá unos que no los tengan, y esos niños están afectados y son jóvenes que, probablemente; no probablemente: seguramente más adelante nos van a dar problemas, y fuertes. Si la población no es atendida adecuadamente, por supuesto que vamos a tener problemas (…) vamos a continuar con la misma violencia”, advierte.
El programa AEH consta de la capacitación de personal docente en la detección de síntomas de estrés entre los adolescentes, así como en la práctica de ejercicios en clase para analizar “valores humanitarios”, como la “dignidad humana”, “yo y mi entorno”, “normas de convivencia”, “derechos humanos fundamentales y “manejo de conflictos”.
Las actividades incluyen también el arte-terapia con el que los estudiantes crearon murales y “talleres de estrés individual” o terapias psicológicas con adolescentes que, en clases o en las actividades colectivas, presentan los síntomas más agudos de tensión o ansiedad.
De acuerdo con la maestra Sandra Domínguez Reyes, docente de Formación Cívica de la Escuela Secundaria Federal 16 y participante del programa, uno de los riesgos de repetición de la violencia entre los hoy adolescentes se detecta a partir de la prevalencia de baja autoestima; situación, explica, derivada en muchos casos de la orfandad en la que han crecido quienes perdieron de manera violenta a quien era el sustento en sus casas y que les empuja a buscar “validaciones” fuera de la familia.
“A veces ellos no se creen lo que los mismos compañeritos les dicen, o las validaciones que uno como maestro les hace, precisamente porque el progenitor o la madre de familia, y quien estaba en casa y que, en una familia tradicional, quien quizá pueda brindar ese apoyo, ese amor, ese acompañamiento dentro del hogar, no está, anda trabajando, ¿por qué? porque quizá perdió a quien sustentaba la casa, entonces en esa casa quizá falta afecto y el afecto es bien importante para su autoestima”, dice Domínguez.
“Cuando falta afecto, hay esta ausencia de tiempo para la educación y para esa demostración de amor; ellos la buscan por otro lado y se involucran con personas que no les causan una influencia positiva; entonces, esto causa que el joven se manifieste con conductas violentas, por el círculo donde él fue validado, aceptado, que no es en casa (…) Creo que este círculo de violencia va a seguir, porque esos jóvenes enojados necesitan afecto, y sus padres no están”, agrega la también orientadora.
Otro síntoma de peligro futuro lo advierte Beatriz Reyes, encargada del área psicológica del programa por parte del Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR) y quien menciona que, además del “resentimiento”, algunos adolescentes muestran poco valor por la vida y “normalización” de la violencia, ya sea por la frecuencia con la que ocurrieron los asesinatos o por la necesidad que han tenido de bloquear un dolor intenso.
“Se arriesgan fácilmente. Ya no les importa, saben que pueden estar expuestos pero este sentido de valor a la vida en los chicos se está perdiendo”, dice.
“Y esta parte de reproducción de modelos de violencia, por supuesto que los estamos teniendo, muy ligado a la normalización de la violencia; son chicos que, cuando estaban los índices de mayor violencia, eran mucho más pequeñitos, que tan normalizado estaba que te decían: ‘me topaba papás que con sus celulares cargaban a los hombros a los niños, para poder ver al muerto’, a la persona; esta parte de integridad y de respeto que nos interesa, sobre todo, sentido de vida, eso se va perdiendo”, agrega.
Otras vivencias de los menores de edad detectadas entre los adultos participantes del programa son el aumento de la vulnerabilidad cuando se quedan a cargo de personas extrañas; casos de depresión, ansiedad, de “cuting” e intentos de suicidio.
“Sabemos, desde la teoría, que cuando hay situaciones de violencia, obviamente van a exacerbarse todas las cuestiones a nivel de salud mental”, dice Reyes.
Antes que en Ciudad Juárez, el CICR había aplicado el mismo programa AEH en otras regiones también ubicadas entre las más afectadas del mundo por la “violencia armada” u “organizada”, como San Pedro Sula y Tegucigalpa, en Honduras, cuya niñez, según los boletines generados para esa capital, comparte con la de esta frontera el haber crecido “encerrada” en sus casas mientras “sus padres trabajan todo el día”.
De acuerdo con Olivier Dorighel, coordinador de terreno del CICR, la problemática fronteriza fue detectada primero como un “cierto nivel de tensión” en las escuelas participantes –ubicadas en zonas de mayor peligrosidad de Juárez, como el suroriente y el norponiente, y El Valle–, donde los docentes expresaban no saber qué hacer con estudiantes con rasgos de hiperactividad o, en muchos casos, de “postración” o “silenciados”, distraídos y sin participación en las actividades educativas.
Y fue así que se decidió realizar la intervención psicosocial, explica Dorighel.
“Eran niños que habían vivido hechos muy violentos y que podían expresarlo de manera distinta, y el proyecto intentó diagnosticar estos efectos y proponer una respuesta o individual o grupal, según el tipo de afectación psicológicas que tenían estos niños; había casos en situación clara de estrés postraumático”, dice.
Crecer en Juárez y en el Valle.
Las memorias de días de tensión, de encierro y de criminalidad extrema entre quienes eran niños mientras esta frontera era una de las localidades más violentas del mundo quedaron representadas de diferentes formas en las actividades que han sido parte de AEH.
En otro mural que representa la historia de El Valle de Juárez, los estudiantes representaron “el pasado” como un río bordeado por campos de algodón y, en un lado, en Estados Unidos, niños felices jugando futbol. Del otro lado, en la parte mexicana, dibujaron casas abandonadas y a una persona cabizbaja abordando un camión de transporte público, en lo que explicaron a los psicólogos que significaba el desplazamiento de las familias que tuvieron que dejar la zona.
El paisaje de esta región que se extiende varios kilómetros al éste de Ciudad Juárez, al sur del Río Bravo, fue capturado en el mural en 2013, poco después de que en un arroyo de la zona fueron encontrados los restos de decenas de jovencitas, por lo que el espacio más próximo al “presente” en la obra gráfica está dominado por el cuerpo de una mujer en actitud de llanto con lo que parece un grillete. Junto a ella, ya en el espacio del “presente” que plasmaron vivir los menores, se extiende una cadena rodeada de dinero, incendios, una pistola, un cuchillo y una cruz rosa, símbolo de los feminicidios.
La imagen de una mujer llorando también apareció en proporción dominante en el pasado más inmediato del mural elaborado por los jóvenes del suroriente Ciudad Juárez, en cuyo “presente” hay un largo camino con un niño saliendo de un estado de encorvamiento, con la mirada elevada a un corazón. Aún en ese “presente”, detrás de la arena que caracteriza esta parte de Juárez, se observa a lo lejos la silueta de una ciudad obscura.
“Encontramos mucha agresión física y verbal; ya no había ese respeto con la mamá, con el papá; muchos jóvenes tomaron el rol de padres porque lamentablemente tuvieron pérdidas muy cercanas, del papá, y la mamá tenía que cubrir ese rol del papá, y era tener que irse a trabajar doce horas y el hermano mayor, hablamos de 12 años, tenía que cuidar a los otros menores, dejaban la escuela”, dice Yasir Hernández, una de las 25 psicólogas voluntarias de la Cruz Roja Mexicana que participa en el programa.
El aislamiento social que caracteriza a gran parte de los menores que sufren estrés postraumático, si bien permitió detectar los casos, fue también uno de los mayores retos para las actividades destinadas a su tratamiento.
“No querían hablar con nadie, por miedo; hay jóvenes que llegaban al salón y no hablaban con nadie, les comentabas algo y empezaban a temblar, no hablaban, querían ir al baño y no pedían permiso, porque era el miedo a acercarse”, agrega la psicóloga.
Fuente: Sin Embargo.