La (falsa) esperanza de una vacuna: ¿para qué la queremos realmente?

Alejandro Hernández J.

“Si alguien desea la salud, hay que preguntarle si está dispuesto a suprimir las causas de su enfermedad. Solo así es posible ayudarlo”. Esta cita se atribuye a Hipócrates, conocido en occidente como “el padre de la medicina”. En esta misma línea de pensamiento se encuentran las siguientes palabras de Carl Gustav Jung, célebre psiquiatra suizo nacido en el siglo XIX, quien pensaba que la enfermedad era un esfuerzo de la naturaleza para hacernos sanar: “Las crisis y la enfermedad no surgen por azar; son indicadores que nos permiten rectificar una trayectoria, explorar nuevas orientaciones, experimentar otro camino de vida”.

Lo anterior puede ser ejemplificado. Imaginemos a alguien que lleva años de mala alimentación y muy poca actividad física; su consumo de azúcar era particularmente elevado. Cuando se consume azúcar, la digestión permite descomponerla en fructosa y glucosa. Esta última sustancia ingresa inmediatamente al torrente sanguíneo. Para evitar que la glucosa permanezca en la sangre, el páncreas produce inmediatamente insulina. Esta hormona se encarga de “abrir” las células para que la glucosa pueda ser almacenada en ellas y, más tarde, convertida en energía. Desde luego, si el consumo de azúcar es particularmente alto, la insulina no logra introducir toda la glucosa en las células, por lo que cantidades anormales del monosacárido terminan en la sangre. Si esto sucede por mucho tiempo, los tejidos y órganos del cuerpo sufren fuertes daños. (Para más información sobre el consumo excesivo de azúcar, lo invitamos, amable lector, a consultar nuestro artículo del 16.07.20).

Lo anterior fue una explicación extremadamente sencilla del desarrollo de la diabetes mellitus tipo 2; fue también lo que le sucedió a nuestro hipotético personaje. Tras la aparición de síntomas desagradables, acude al médico, quien le explica que, además de necesitar un medicamento, debe modificar radicalmente su estilo de vida. Conforme a lo necesario, el paciente cumple con su parte, aprende a dedicar tiempo al ejercicio y a la cocina sana; descubre incluso nuevas recetas, refina su paladar y aprende más sobre el funcionamiento de su cuerpo. Tiempo después, el médico anuncia que la diabetes parece estar revirtiéndose (sí, este tipo de diabetes puede ser reversible). Como vemos, este hipotético da la razón a Hipócrates y a Jung: la enfermedad fue un llamado para que el enfermo dejara atrás un estilo de vida irresponsable.

Sin embargo, ¿qué pasaría si nuestro paciente únicamente consume medicamentos que quitan la sintomatología, pero no está dispuesto en lo absoluto a cambiar su estilo de vida? Su pronóstico es sombrío y, posiblemente, una muerte prematura le espere…

Podría decirse que 2020 es el año en el que, por primera vez en toda la historia de la humanidad (350 mil años), no hay prácticamente rincón del mundo que no haya enfermado, casi al mismo tiempo, de COVID-19. Recientemente la mayor esperanza de naciones, mercados y ciudadanos reside en el desarrollo de una vacuna. Pero habría qué preguntarnos para qué queremos realmente este medicamento. Al parecer, como en el caso del hipotético paciente irresponsable y testarudo, queremos una vacuna para poder retomar lo más rápidamente el estilo de vida al cual estábamos acostumbrados antes de la llegada de esta crisis. Solo que es justamente ese estilo de vida el provoca este tipo de pandemias…

Dígase lo que se diga, no hay lugar a dudas: nuestros comportamientos y decisiones en favor del desarrollo económico son los responsables de la crisis sanitaria que estamos viviendo. Según un sinnúmero de expertos, ha sido en nombre del desarrollo que nos hemos ido apropiando sin clemencia de una infinidad de áreas naturales con fines productivos y comerciales. De esta manera, hemos comprimido los hábitats de los animales silvestres, al mismo tiempo que los forzamos a cohabitar con animales domésticos (como sucedía en el mercado de Wuhan, pero que también sucede en muchos otros mercados del mundo). Paralelamente, los desplazamientos de humanos por el mundo se aceleraron exponencialmente (desde hace unos 50 años de los 350 mil que llevamos en la tierra, es posible viajar de un lado del mundo a otro en algunas horas), así como nuestra población (de 2 mil millones de humanos en 200 mil largos años, pasamos a 7 mil millones en apenas 125 años…).

Para el filósofo mexicano Enrique Dussel, el impulso humano descontrolado por querer dominar todo lo que está alrededor de nosotros toma lugar en 1492 en algo denominado como la modernidad. Desde entonces, la lógica que rige nuestras relaciones y nuestro comportamiento para con el mundo es el aumento de la tasa de ganancia. Pero “el aumento de la tasa de ganancia es contrario al principio de vida”, dice Dussel. ¿Una prueba adicional? A pesar de que ya se habían documentado riesgos de una inminente pandemia, las compañías farmacéuticas no habían querido ocuparse del desarrollo de vacunas en el pasado, pues esto no representaba un beneficio en términos de dinero.

Si, como humanidad entera, no estamos dispuestos a suprimir las causas de nuestra enfermedad actual, lo único que nos espera en los próximos años será, muy posiblemente, muerte y sufrimiento; tal vez incluso el fin de toda la vida en la tierra. Pero preferimos cerrar los ojos, pensar que todo volverá a ser como antes en cuanto llegue la vacuna. Los gobiernos, los poderes económicos, los ciudadanos e incluso la ciencia podemos seguir creyendo que las políticas, las ideas, los descubrimientos, no utilizar popotes, comprar café orgánico o escribir artículos en Astrolabio servirá de algo a largo plazo. Lo cierto es que no. Si no aprendemos de nuestra enfermedad, si no actuamos inmediatamente y de manera global, todo estará pronto perdido.

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