Carlos Rubio
Es imposible caminar por el Centro Histórico sin percibir esa pesadez en el aire que se siente desde la llegada del coronavirus; un silencio tan penetrante que se vuelve imposible andar con tranquilidad. Y es que antes teníamos la oportunidad de escuchar el sonido de guitarras, teclados, saxofones y hasta violines, pero hoy todas esas melodías han sido cesadas.
No sólo el silencio hace pensar que algo extraño ocurre, sino ver la mayoría de los locales cerrados, como si todos hubieran huido de algo. Pareciera el inicio de cualquier película de terror donde ha ocurrido un apocalipsis y el protagonista se pasea por una desolada ciudad, sólo que esta vez los protagonistas son todos aquellos quienes deben de salir a trabajar todos los días, mientras se arriesgan a contagiarse del virus que acecha a todo un mundo entero.
La soledad de una pandemia se encuentra en aquel vendedor de fruta en la esquina de la plaza que no ha vendido ni un vaso en toda la mañana; en el hombre que vende pulseras y tiene las mismas desde hace una semana; en la estatua del señor de las palomas que ahora simbólicamente tiene un cubre bocas; en la mujer con su restaurante en la Plaza del Carmen que aún recibe clientes, pero apenas han llegado dos en cinco horas; en el individuo que decide saltarse las cintas que bloquean el paso de la Plaza Armas para sentarse en una banca a tomar su Coca Cola; en el bolero que ahora recibe un máximo de siete clientes al día; en el niño que vende chicles sin saber lo que ocurre a su alrededor…
Ver las calles cerradas al paso de los automóviles da la impresión de que un peligro latente se encuentra del otro lado, algo tan dañino de lo que sería imposible huir a 100 kilómetros por hora o encerrado bajo llave.
Quizá el principal problema en estos tiempos no sea el contagio de un virus que acaba con el sistema respiratorio, sino la posibilidad de morir de hambre; una situación que puede encontrar su comparación desde tiempos remotos, cuando el cazador tenía que elegir entre enfrentarse a los peligros de la naturaleza para salir por comida o morir de hambre. Ahora cada individuo debe tomar una decisión similar: salir a las calles en busca de ese sustento económico que los ayude a conseguir comida, para evitar morir de hambre.
Es posible que de allí provenga esa terquedad que se ha observado a lo largo de las semanas por seguir trabajando en un restaurante o en un puesto ambulante –que podrían ser puntos de contagio–, de un sentido de supervivencia más que de gusto.
La soledad de una pandemia se encuentra en la lejanía que forzosamente se debe sostener entre cualquier persona. En el impedimento para ver a un ser querido. En el cierre de un negocio que significaba el sustento para una familia. Y en la espera de un estudio clínico para la confirmación de Covid-19.