Ángel Castillo Torres
Morir de forma violenta es una de las posibilidades que acechan a la clase política de nuestro país. El asesinato de políticos, caudillos o milicianos subversivos antisistema, ha sido utilizado en nuestro México como una práctica exterminadora de enemigos, para adulterar la competencia electoral y como instrumento sanguinario de venganza. La muerte ha tenido un vínculo directo con la lucha por el poder y particularmente en la competencia electoral. Es una constante en nuestro devenir histórico. Esto se puede comprobar si nos asomamos a la historia de México: guerras, cuartelazos, complots, revoluciones, movimientos guerrilleros, magnicidios y últimamente ejecuciones perpetradas por el crimen organizado.
Algunos sociólogos e historiadores afirman que hay en nuestra naturaleza profunda un “México Bronco” que a la menor provocación desata los demonios de la violencia. (Digresión.- Un personaje notable de la era postrevolucionaria, hombre de horca y cuchillo, traducía esta pulsión instintiva por las soluciones violentas en una norma a la que llamo “la ley de los tres ierros”: Encierro, destierro y entierro, fórmula mágica para deshacerse de los enemigos). Otro retrato desalmado de esta naturaleza violenta de los mexicanos es el que nos ofreció el escritor Martín Luis Guzmán, quien fuera secretario particular del general Francisco Villa a través de un cuento fabuloso, “La fiesta de las balas”, ficción en la que documentó la barbarie de una revolución mexicana salvaje y brutal. El asesinato de los principales caudillos de la revolución de 1910 es otro testimonio de este vínculo de la muerte y la lucha por el poder. Francisco I. Madero, Emiliano Zapata, Venustiano Carranza, Francisco Villa y Álvaro Obregón fueron masacrados en esa vorágine que desató la lucha revolucionaria.
Ya en tiempos más recientes el recurso del asesinato político se expresó en su forma más dramática en el magnicidio de Luis Donaldo Colosio, ocurrido un 23 de marzo de 1994, en Tijuana, Baja California.
El rastro de sangre que ha dejado la muerte es tremendamente visible. La guadaña de La Flaca ha segado la vida de muchos funcionarios públicos, candidatos, presidentes municipales y algunos diputados. Al respecto tenemos que ya suman 18 presidentes municipales asesinados a lo largo del sexenio del Andrés Manuel López Obrador, pero contabilizando las muertes de regidores y síndicos, suman 60, de acuerdo a Etellekt, consultora de comunicación y riesgos.
Ante la magnitud de esta cruenta realidad ahora se habla desde la academia del imperio de la necropolítica y del ilegítimo derecho a matar por parte de grupos fuera de la ley (el crimen organizado). Queda claro que el Estado ya no tiene “el monopolio del uso legítimo de la fuerza” como en su momento lo argumento Max Weber en su obra “La política como vocación” (1919), dentro de su libro El político y el científico.
En la mayoría de los casos de candidatos, políticos o autoridades asesinadas una de las líneas de investigación que siguen las fiscalías es la de la venganza que es ejecutada por sicarios del crimen organizado. En San Luis Potosí hace apenas unos días estremeció a la opinión pública el asesinato del ex alcalde de Ébano Crispín Ordaz Trujillo.
Así que parece que la muerte tiene permiso.
Derivaciones sobre el mismo tema. Los refranes acerca de la muerte.
Sabiduría, sagacidad y humorismo están presentes en el lenguaje popular al momento de referirse a la muerte. Los refranes son una genial forma de filosofar acerca del tema. Van algunos de ellos como ofrendas en este día que se recuerda a los que ya se nos adelantaron en el camino.
Colgó los tenis.
Ya se petateó.
Se lo llevó la flaca.
Antes muerta que sencilla.
Cuando te toca, aunque te quites, y cuando no, aunque te pongas.
El muerto al pozo y el vivo al gozo.
Si me han de matar mañana, que me maten de una vez.
No andaba muerto, andaba de parranda.
Neruda por siempre.
“Muerte lenta”.
Muere lentamente
quien no viaja,
quien no lee,
quien no oye música,
quien no encuentra gracia en sí mismo.
Muere lentamente
quien destruye su amor propio,
quien no se deja ayudar.
Muere lentamente
quien se transforma en esclavo del hábito
repitiendo todos los días los mismos trayectos,
quien no cambia de marca,
no se atreve a cambiar el color de su vestimenta
o bien, no conversa con quien no conoce.
Muere lentamente quien evita una pasión
y su remolino de emociones,
justamente éstas que regresan el brillo a los ojos
y restauran los corazones destrozados.
Muere lentamente
quien no gira el volante cuando está
infeliz con su trabajo, o su amor,
quien no arriesga lo cierto ni lo incierto
para ir atrás de un sueño,
quien no se permite,
ni siquiera una vez en su vida
huir de los consejos sensatos.