foto: Guillermo Gutiérrez
Guatemala es un país de contrastes: sus climas fríos en las montañas y cálidos en el sur, el corredor seco en el oriente y sus frondosos bosques en el altiplano, la riqueza en ciertas zonas de la capital y la pobreza extrema en la gran mayoría de zonas rurales, el estatus de superioridad del ladino y las enormes dificultades que afronta el pueblo maya… La condición como hombre y la cláusula como mujer.
Cerca de un cuarto de la población de Guatemala está formada por mujeres indígenas, que son víctimas de la discriminación por su género, etnia o estatus social.
Guatemala es el segundo país del mundo con mayor porcentaje de población indígena, sólo por detrás de Bolivia. Ladinos e indígenas están llamados a convivir en un país cuya población apenas supera los 16 millones de personas de los cuales más del 41 por ciento son de alguna etnia indígena y casi más de un cuarto de la población son mujeres indígenas.
El país centroamericano está formado por cuatro pueblos diferentes con identidad y cultura propias. Mayas, Garífunas, Xincas y Ladinos constituyen la riqueza cultural de un país que todavía no ha sabido canalizar este patrimonio. El resultado directo ha sido la desigualdad y la pobreza, en particular de la mujer indígena.
Entre las faldas del Volcán de Atitlán y el Volcán San Pedro, se encuentra la aldea de Chuk‐muk, un pequeño municipio construido para dotar de refugio a las víctimas de la tormenta tropical Stan en el año 2005. Las lluvias torrenciales sepultaron por completo la aldea conocida como Panabaj dejando más de 200 muertos y casi un millar de familias afectadas. Es el caso de Mariela Mujún Sac, quien hace ocho años se trasladó al municipio para empezar una vida desde cero tras la pérdida de catorce miembros de su familia. Mariela cuenta con el apoyo de la Fundación Familia Maya para hacer frente a la pobreza. Fue a raíz de la tormenta que esta ONG abrió su sede en Panajachel y comenzó a ayudar a las personas afectadas por las inundaciones y deslaves de tierra. Desde hace más de diez años apoya a familias y mujeres indígenas a través de programas de desarrollo y ayuda humanitaria.
Con 40 años, Mariela vive en una humilde casa al final del pueblo, tiene cinco hijos y sólo trabaja dos o tres días a la semana en los que hace unos 100 quetzales semanales (13 dólares americanos). Mariela es analfabeta, no sabe español y sufre problemas de salud que remedia con el uso de plantas medicinales de tradición maya. Lleva más de 20 años casada con su esposo y cuenta cómo ha sido víctima de violencia de género y continuas agresiones por parte de su marido.
“Durante años me pegaba si participaba en reuniones con otras mujeres para hablar sobre nuestros derechos”. “En una ocasión, estaba discutiendo con mi marido cuando de repente me arrojó una taza de café ardiendo. No me permitía salir a trabajar y me pegaba a menudo, tampoco quería que nuestras hijas estudiaran. No podía más y decidí poner una denuncia ante una organización de derechos humanos. Después las cosas cambiaron a mejor en la casa y aún seguimos casados”, relata Mariela con la voz entrecortada.
La mentalidad del marido de Mariela es la de muchos hombres dentro de la sociedad indígena en Guatemala. En las áreas rurales, la tendencia es que las mujeres no deben ir a la escuela o trabajar de manera independiente, su deber reside en el cuidado del hogar y de los hijos. Mariela no pudo divorciarse de su esposo por la falta de sustento económico y por miedo a las críticas por parte de otras mujeres de su comunidad que le recriminarían “no haber sido suficiente mujer para cuidar de su marido y de su familia”, dice.
Mariela Mujún, de 40 años, tiene cinco hijos y lleva más de 20 años casada con su esposo. Mariela ha sido víctima de violencia de género por parte de su marido.
La pobreza lleva el sello indígena y la mujer es la más afectada
En Guatemala, el 79 por ciento de los indígenas y el 76 por ciento de la población rural son pobres según la Encuesta Nacional de Condiciones de Vida. Las mujeres indígenas son las más afectadas por el rechazo, las diferencias económicas y salariales y la discriminación racial. No sólo se ven afectadas por los índices más bajos de bienestar económico y social, sino que además no tienen otra alternativa que lidiar con una sociedad machista dominada ampliamente por el patriarcado.
Nicolasa tiene 34 años y es indígena, perteneciente a la etnia Kaqchikel, la segunda más extendida en el país. Vive en Peñablanca, en las montañas altas del Departamento de Sololá, una de las comunidades con mayor índice de pobreza y malnutrinición del país. Nicolasa es madre de cuatro hijos y está embarazada del quinto. Trabaja como tejedora en una comunidad con recursos muy limitados, donde la agricultura y la costura son las únicas vías de relativo escape a la pobreza. Nicolasa nunca pasó de tercero de primaria, quiso seguir estudiando pero su padre y su madre no lo consideraron oportuno por su condición y responsabilidades como mujer.
Una de sus hijas sufre una disfunción al hablar y necesita asistencia médica. Hace un año, tuvo que viajar de urgencia a la Ciudad de Guatemala en busca de tratamiento. El médico la recibió en uno de los hospitales públicos y al constatar su procedencia indígena, su traje típico y su escaso español, la aisló y le negó tratamiento y medicinas.
Nicolasa, de 34 años, es indígena perteneciente a la etnia kaqchikel. Nunca pasó de tercero de primaria. Quiso seguir estudiando, pero su padre y su madre no lo consideraron oportuno por sus “responsabilidades como mujer”.
Vidas paralelas, historias que se cruzan
Las mujeres indígenas guatemaltecas tienen, casi todas, una historia en común. Muchas comenzaron a trabajar palmeando tortillas a los diez años y no fueron a la escuela por el estigma social o porque se quedaron embarazadas a edades muy tempranas. Muchas otras fueron rechazadas en entrevistas laborales por ser mujeres e indígenas. Otras fueron víctimas de maltrato o violencia machista.
Elvira Pérez sabe lo que es la lucha. También es indígena, tiene 35 años y es activista de los derechos de la mujer indígena a consecuencia de la discriminación que vivió en el pasado. Vive en el pequeño pueblo de San Antonio Palopó, en la cuenca del Lago Atitlán. En esta comunidad, a las mujeres indígenas se las identifica por su traje típico de azules oscuros y sus rasgos aborígenes. “Durante mi etapa en un colegio de Quetzaltenango, uno de mis compañeros ladino me insultó llamándome ‘india’. Me dijo que no tenía derecho a jugar y a bailar con el resto de la clase”, relata Elvira.
Años más tarde, Elvira empezó a trabajar en un hotel cuyo dueño era un ladino conocido de San Antonio. “Cuando comenzaron los problemas en la administración del hotel, fui acusada, junto a otras compañeras indígenas, de ser las culpables de la mala gestión administrativa del hotel. Todo aquello era porque éramos indígenas”. Elvira se defendió, había recopilado durante seis años toda la documentación relativa a las finanzas y pudo probar su inocencia y la de sus compañeras acusadas. Más adelante, todas comenzaron a recibir amenazas de hombres del pueblo por ayudar a otras mujeres a denunciar casos de violencia o discriminación.
El traje típico, seña de identidad del pueblo maya, y el analfabetismo son los dos grandes factores que convierten a las mujeres indígenas en víctimas del racismo y la marginalización. La barrera del idioma y la falta de acceso a un sistema de justicia que las proteja las hacen vulnerables a la exclusión social. Todo ello sumado a que los índices de escolaridad son sumamente inferiores entre la población indígena guatemalteca y de nuevo las mujeres están a la cabeza.
Elvira Carolina Pérez tiene 35 años y es activista en defensa de los derechos de la mujer indígena. Durante su etapa en un colegio de Quetzaltenango, uno de sus compañero la discriminó y humilló públicamente por su identidad indígena tachándola de “india”.
Las heridas abiertas del genocidio guatemalteco
El genocidio contra las poblaciones mayas dejó una herida abierta aún por cicatrizar y es aún historia viva entre los hombres y mujeres de Guatemala. A finales del año 1996, el Gobierno de Guatemala y el grupo de partidos guerrilleros que conformaban la URNG (Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca) firmaron los Acuerdos de Paz, poniendo fin a 36 años de conflicto. El conflicto interno dejó al menos 250.000 víctimas mortales, de las cuales el 93% fueron indígenas asesinados a manos del ejército según Naciones Unidas.
María Vicenta, 64 años, trabajaba desde los diez años en las plantaciones de café cerca de las costas del Océano Pacífico. Cuando empezó el conflicto se quedó viuda y dos de sus tíos fueron asesinados acusados por sus vecinos de pertenecer a la guerrilla en su cantón. Ella y su familia se trasladaron a la Ciudad de Guatemala para huir de la limpieza étnica de indígenas en las zonas rurales.
“A las seis de la tarde, nadie debía salir a la calle. El ejército buscaba a los guerrilleros por las casas para matarlos, lo mejor era esconderse. Por la mañana salíamos a trabajar y veíamos los cuerpos de los indígenas tirados en la calle”, relata. Tres años después de mudarse a la capital, regresaron al campo en Sololá para trabajar en la agricultura y el cultivo de maíz aún con el conflicto armado activo. “Fue complicado, no podíamos salir a las fincas por miedo a los soldados. Durante días, mi familia y yo nos manteníamos en la casa y sobrevivíamos comiendo tortillas con sal, o a veces ni comíamos“, cuenta Vicenta. Años más tarde, se quedó ciega y ahora depende de los cuidados de su hija para comer y vivir en su casa.
A tres manzanas de su casa, en el pueblo de San Jorge de la Laguna, vive su vecina. María tiene 74 años, también es víctima afectada por el conflicto. Sobrevivió a un asalto del ejército en su casa y perdió a su cuñado en uno de los registros nocturnos en el municipio de Chichicastenango, el cual dejó a su hermana viuda. “Mi cuñado dormía en el monte junto a otros compañeros para evitar ser arrestado en las batidas del ejército, una noche, nunca volvió”.
Vicenta tiene 64 años y vive en San Jorge de la Laguna. Durante los años del genocidio guatemalteco, ella y su familia se trasladaron a la Ciudad de Guatemala para huir de la limpieza étnica. Ahora es ciega y depende de su hija.
Mariela, Nicolasa, Vicenta, María y Elvira son la voz de las mujeres indígenas y guatemaltecas que anhelan justicia y un futuro mejor. La realidad presente es que las mujeres indígenas guatemaltecas han sido y son discriminadas o conocen a alguna amiga, familiar o vecina que lo ha sido. Sus testimonios ponen de relieve las injusticias y abusos que miles de mujeres y madres indígenas guatemaltecas afrontan para salir de la pobreza extrema y para ver sus derechos reconocidos y protegidos. Sin embargo, y a pesar de las dificultades por su condición, todas afirman sentirse orgullosas de ser mujeres e indígenas.
Santa, de 23 años, vive en la comunidad de San Antonio Palopó. Se quedó embarazada involuntariamente a los 18 de su primera y única hija. No conocía ni tenía acceso a métodos anticonceptivos. Por las críticas de la gente del pueblo y de la familia de su pareja, se casó con su marido.