Nuestra humanidad, la gran olvidada

En las escuelas se aprende un sinnúmero
de fechas de batallas ridículas y de
nombres de reyes igual de absurdos,
 pero del hombre no sabemos nada.
Hermann Hesse

Alejandro Hernández J.

El primero de septiembre se cumplieron 40 años del evento que marcó el inicio de la Segunda Guerra Mundial:  la invasión de Polonia por la Alemania nazi. Una de las muchas horribles consecuencias de esta guerra fue la muerte, según numerosas fuentes, de alrededor de 60 millones de personas en todo el mundo —algo así como la mitad del número de habitantes de nuestro país—. Un gran porcentaje de las víctimas encontraron la muerte en formas particularmente atroces dentro de los campos de concentración y de exterminio.

En el campo de concentración de Buchenwald, por ejemplo, se encerraban adversarios políticos, gitanos, judíos, así como personas llamadas “ajenas a la comunidad” (Gemeinschaftsfremde): homosexuales, personas con antecedentes penales y testigos de Jehovah. Al llegar al campo, los civiles eran convertidos en prisioneros: debían ser despojados de sus ropas, rapados y metidos en baños de desinfección. Desde luego, si todos los prisioneros se veían iguales, si habían perdido su individualidad, era más sencillo verlos como todo menos como humanos. A pesar de que no era un campo de exterminio, miles y miles murieron a causa de inanición, falta de agua, trabajos forzados, torturas y experimentos médicos.

En 1940 se construyó un crematorio en este campo. Justo al lado se encuentra el servicio de patología, cuya función no era establecer legalmente las causas de muerte, sino, entre otras cosas, arrancar los dientes de oro de los cadáveres o fabricar artículos de piel humana y cabezas miniatura que los militares de las SS (Schutzstaffel) —escuadrillas policiales y militares nazi— usaban como regalos. En las paredes del sótano del crematorio se pueden observar decenas de ganchos donde fueron ejecutados por estrangulamiento más de mil niños, hombres y mujeres. En la enfermería se encuentra aún un viejo poster con el dibujo de un modelo anatómico, la imagen lleva por título “El humano”. ¿Acaso los prisioneros no eran tan humanos como los soldados?

Aunque nos parezca increíble, Buchenwald se encuentra a 11 km de Weimar, importantísima ciudad cultural del centro-este de Alemania que atrajo en el siglo XIX a grandes figuras del pensamiento universal y humanista como Goethe y Schiller. También aquí se sancionó en 1919 una de las Constituciones más importantes para el mundo. De hecho, la Constitución mexicana de 1917 y la Constitución de Weimar fueron las primeras promotoras del constitucionalismo social. A pesar de todo esto, en la época del nazismo algunos de los habitantes de Weimar sabían sobre la existencia del campo de Buchenwald —la última parada de tren de los futuros prisioneros antes de llegar al campo era, de hecho, Weimar—, pero no lo veían necesariamente como algo fuera de lugar.

Al terminar la guerra, las cuatro potencias ganadoras —La Unión Soviética, Estados Unidos, Francia y Reino Unido— no lograron llegar a un acuerdo satisfactorio. Los ganadores (al menos los dirigentes) jamás pensaron que tal vez la solución no se encontraba en las negociaciones políticas, sino en una comprensión profunda de la humanidad con vistas a tomar medidas para evitar nuevas masacres. Nunca se trabajó en reconocer la capacidad destructiva del hombre, su tendencia a la tiranía o su capacidad para adoptar una fe ciega ante ciertas corrientes de pensamiento. En lugar de todo esto un nuevo enfrentamiento político e ideológico se instaló. No mucho después de su liberación, Buchenwald se convirtió en un centro de detención soviético donde una vez más se cometieron crímenes atroces. La guerra fría terminó y un modelo ideológico se ha ido implantando de manera casi hegemónica en el planeta.

Las ideologías son el producto de los espíritus humanos, no subsisten por sí mismas y dependen de nuestra facultad para representarnos cosas que no necesariamente existen. De la misma manera que Zeus o Quetzalcóatl son entes producidos y mantenidos por las mentes humanas, las ideologías son, a final de cuentas, una suma de creencias. En palabras del filósofo francés Edgar Morin, lo impresionante es que tanto los dioses griegos como las ideologías se vuelven exteriores a los hombres, logran obtener una fuerza desmesurada y terminan dominando a sus productores humanos. Tanto nuestros dioses como nuestras ideologías pueden imponernos un estilo particular de vida y pueden darnos órdenes; de hecho, podemos matar o morir por ellos y por ellas.

Morin se sirve del concepto de “noosfera” (del griego antiguo νοῦς, idea, espíritu) para referirse a la esfera de los pensamientos que hemos creado como humanos y que han tomado una realidad propia, absoluta y hegemónica sobre nosotros. Tomemos algunos ejemplos. Según su mitología, los mexicas abandonaron Aztlán debido a una petición de Huitzilopochtli y debieron asentarse en aquel lugar donde un águila estuviera posada sobre un nopal en medio de una laguna. Una vez construido el templo mayor en Tenochtitlan, las creencias de los mexicas los obligaban a realizar sacrificios humanos de vez en cuando. Fue también por ideología que, durante la conquista, el templo mayor mexica fue destruido por los españoles y enterrado bajo una iglesia católica, actualmente catedral metropolitana. Ha sido también por ideología—la del crecimiento— que se han construido y se siguen construyendo proyectos inmobiliarios desmesurados en una ciudad que se hunde 10 centímetros por año. Como vemos, si nos tomamos demasiado en serio los castillos que construimos en el aire, corremos el riesgo de construir rascacielos y unidades habitacionales en medio de una laguna que, para colmo, posee una gran actividad sísmica.

Biológicamente nada nos separa de las personas que nacen en la Ciudad de México, en el corazón de la Sierra Madre Occidental, en las Islas Feroe, en Mali o en Uzbekistán. Sin embargo, socialmente hay abismos que nos separan. Al llegar al mundo somos como esponjas que absorbemos cualquier cultura en la que nos toque nacer, y luego la reproducimos. Al observar uno de los elementos esenciales de la sociedad, la lengua, las diferencias parecen irreconciliables. Si en un cuarto reuniéramos a un individuo de cada uno de los lugares mencionados más arriba, y cada uno hablara en su lengua, los demás no percibirían más que ruido. En efecto, los idiomas muchas veces no tienen nada que ver entre ellos, al menos en la superficie. ¿Cómo resolver este serio problema de comunicación?

Un intento auténtico de solución consistiría en que todos los participantes se esforzaran por generar una intercomprensión — pobre de inicio, pero muy enriquecedora al final de cuentas—. En este procedimiento cada uno habla en su idioma, desplegando inconscientemente técnicas para intentar comprender las lenguas de los otros y adaptando la forma propia de expresarse para hacerla más comprensible ante el resto del grupo. Tiempo después, cada locutor podría incluso tratar de enseñar su propio idioma a los demás. Al término de un largo plazo, cada individuo sería tal vez un ser global, capaz no de dominar perfectamente las lenguas de los demás, sino de hacerse comprender y, sobre todo, de comprender a la vez en uzbeko, feroés, bambara, español y tarahumara. Podría incluso darse el caso de que, además, se crease un pidgin (suerte de lengua común simplificada) con elementos de cada uno de los idiomas participantes.

Lamentablemente nuestras reacciones ante la incomprensión están a menudo subordinadas a nuestras creencias. De hecho, uno de los mayores riesgos de las ideologías es comenzar a ignorar la humanidad del otro. Así, en lugar de iniciar un proceso de intercomprensión como el que explicamos en el párrafo anterior, el miedo al ruido parece ser mayor; terminamos cerrándonos ante los demás. De repente, los otros ya no son personas, sino bárbaros —βάρβαρος servía en Grecia antigua para referirse a todo aquel que no hablara griego—. Y es así cómo buena parte la historia de la humanidad se resume en masacres y genocidios. Existen también propuestas que son, en realidad, falsas soluciones ante problemas de comunicación, como la adopción de una ideología externa — la anglosajona, por ejemplo—. Y todos terminan hablando inglés. Cuando jóvenes de diversos lugares del mundo son interrogados sobre sus anhelos, y muchos responden que quisieran tener un millón de dólares y visitar o vivir en Las Vegas, sin duda hay un problema.

Evidentemente, las barbaries no solo se dan entre pueblos alejados que hablan distintos idiomas, sino dentro de una misma sociedad. Por ejemplo, después de las manifestaciones feministas del 12 y del 16 de agosto en la Ciudad de México, la discusión nacional no se ha centrado en cómo el conjunto de la sociedad mexicana afrontará la dolorosa violencia e inseguridad que vivimos todos los días las mujeres —pero también los hombres— en nuestro país. En lugar de ello, se han multiplicado los debates sobre si se deben, se debieron o se deberían vandalizar monumentos durante protestas. Por otro lado, del mismo modo como las citadas potencias ganadoras de la Segunda Guerra Mundial perdieron su oportunidad histórica para trabajar sobre lo esencial, hace una semana los “500 representantes de la Nación” peleaban para decidir quién debería presidir la Cámara de Diputados. Por si fuera poco, día tras día vemos cómo diputados de un mismo partido se disputan en torno a una misma iniciativa, a ver quién obtiene mayor visión mediática.

Si no volcamos todos nuestros esfuerzos para que cada uno de nosotros alcance, día tras día, una profunda comprensión de nuestra humanidad individual y colectiva, seguirán existiendo campos de refugiados, cuerpos colgados de puentes morelenses, feminicidios y tiroteos en Texas; la política podría seguir siendo un trabajo de naturaleza ideológica sobre los epifenómenos y no sobre lo esencial. No ver la humanidad del otro y defender ideologías en lugar de la verdad apuntan a ser la causa del fin de las civilizaciones. Sin humanos en la tierra ningún monumento ni movimiento tendría valor o sentido; son únicamente las interacciones humanas las que construyen las sociedades.

¿Qué podría, entonces, ser lo más importante en esta vida? Engañarse lo menos posible. Esta es, por lo menos, la respuesta de Edgar Morin. Cada uno podemos obtener nuestra propia respuesta —o varias—. Lo importante es hacerlo mediante interacciones enriquecedoras, con un profundo humanismo y responsabilidad, siempre en el marco de causas universales y nunca por intereses particulares (o partidarios). Si la verdad es inalcanzable, al menos hay algo de lo que podemos estar seguros:  muchas de las certezas que determinan nuestra modalidad y nuestro proyecto de vida parecen muy sólidas en nuestro lugar de origen, pero se derrumbarían fácilmente en la Sierra Madre, en Uzbekistán, en las Islas Feroe o en Mali.

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