Óscar G. Chávez
“Tanto va el cántaro al agua hasta que sale sin asa”, dice el refrán; algo similar ocurrió con Pedro Carrizales, el chavo banda que se convirtió en polémico diputado durante la pasada legislatura. Curiosa su vida, más curiosa su muerte; todo lo que hubo en torno a ellas rebasa el surrealismo mexicano.
Absurdo, desde hace unas semanas (justo cuando se supo de su desaparición) todos comenzaron a mostrar genuina preocupación por él, o al menos eso decían; todos comenzaron a hablar bien de él, aunque sólo de labios para afuera; todos exigían datos sobre su desaparición, aunque en el fondo nada les importara. Todos se volvieron empáticos de la noche a la mañana; todos, incluso los que fueron sus detractores más furibundos.
No es que la desaparición del personaje en sí les importara, sino que el personaje y su desaparición, por mediáticos, resultaban el conjunto idóneo para reclamar al poder por la desaparición de un ciudadano más, entre las listas que suman miles de desaparecidos cada año. Uno más, uno menos, no es que les importen, no es que les importara, pero el personaje era mediático, había que volver mediática su desaparición y volverse mediáticos utilizándola.
En el contexto nacional, acaso pensando en un levantón, se exigían hechos y respuestas al gobierno federal; curioso hubiera sido que de haberse comprobado un vínculo con el crimen organizado y la actuación de éste en su desaparición, la metamorfosis que hubieran sufrido las exigencias. En el local, conociendo su vocación histriónica y los varios numeritos que protagonizó al amparo de las cámaras y la charola legislativa, se optó por el prudente silencio.
Muchos, los mismos que lo denostaron por su aspecto al alcanzar la curul, fueron los mismos que sabedores del potencial mediático que podría generar una escandalosa desaparición forzada, reclamaban la actuación de un –según sus decires– incapaz gobierno rebasado por la delincuencia. Otros, mesurados, guardaban silencio y esperaban algún desenlace similar a los que acostumbraba.
El final, ya por todos conocido, era el que menos se esperaba; quizá ni él lo esperaba. Las especulaciones en torno a su muerte seguirán sobre la mesa, hipótesis que se acumularán, respuestas que no llegarán; ocote político que se acumulará mientras esperan hacer flama que provoque algún incendio.
No es que hasta después de muerto resulte polémico, sino que fue un producto que se pensó redituable para propios y extraños, para cercanos y lejanos, para seguidores y adversarios, pero que al percatarse él de aquello, optó por la vía de su propia administración política y social.
No fue ni un fenómeno político, ni un político fenómeno, sino alguien que sin esperárselo pudo haber llegado a ser un buen producto político con la asesoría adecuada, pero no fue la mejor, y aunque la hubiera tenido él no la hubiera aceptado. Su forma de vida era otra, su forma de concebir la política era diametralmente opuesta a la del político tradicional, y no porque la concibiera de diferente manera, sino porque no entendía nada de ella.
Tampoco viene al caso recapitular en cada uno de los desaciertos que tuvo, todos sabemos qué ocurrió. La muerte obliga, sino a escribir bien de las personas, por lo menos a actuar con disimulo y hacer de cuenta que nada pasó, que se desconocía, o que no se sabe de qué se habla. Hipocresía de obituario que el tiempo va diluyendo.
Su muerte en la política fue la que tiene cualquiera que no triunfa en ella; quizá por eso tomó algún camino, cualquiera que le permitiera lograr la resurrección, pero en esa búsqueda encontró la muerte física.
En cosa de días se dejará de mencionar el tema, el final no fue el que muchos esperaban, aquel en el que de nueva cuenta y para bien o mal lo hubieran convertido en carne de cañón; a más no haber, mejor el silencio.
Se adecúa a la perfección lo dicho por mi amigo el filósofo urbano Carlos Garrigós: “Mostrar compasión después de la muerte, cuando nunca se tuvo en vida, me parece repugnante. Es de éstas personas [las que así se muestran] de quien realmente nos debemos de cuidar.”
No sabremos de quién tenía que cuidarse el Mijis, quizá él tampoco supo de quiénes, aunque quizá, al igual que nosotros, debió cuidarse de su propio lobo interno. Homo homini lupus.