Texto por María Ruiz
Fotografías por Desiree Madrid.
La noticia era brutal: una niña de ocho años agredida por su maestro de computación en la primaria Genovevo Rivas Guillén. Así circulaba en redes sociales, amplificándose como eco en un cuarto vacío. Pero la indignación no estaba del lado correcto.
Abrí los comentarios sin pensarlo, como quien mete la mano al fuego sin medir el daño.
“Seguro lo malinterpretó”, “no hay pruebas”, “las niñas también inventan cosas”.
La gente hablaba con la certeza de quien nunca ha sentido miedo. Ni una palabra sobre la niña, sobre el temblor en su voz, sobre la madre que esa noche no pudo dormir. Sentí un vacío en el pecho, una impotencia vieja, conocida. Cerré la pantalla con la sensación de que la injusticia no solo está en lo que pasa, sino en la forma en que el mundo elige mirar hacia otro lado.
Salí a la calle, es 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer. Camino a la marcha. Las consignas ya se pintaban en las pancartas antes de que llegaran las marchistas. A unas calles del punto de encuentro estaba Sagrario, artista de teatro y del hilo. Sale a las calles porque no puede vivir sin hacer arte. Sin espacios, sin presupuesto, sin escuelas donde compartir su saber, tomó las calles como escenario. Y ahora, parecía abrirle paso a la marcha, recordando a todas que en sectores como el artístico la precariedad es más cruel con las mujeres.
A un costado mío, avanzaban colectivos repletos de chicas más jóvenes que yo, con tantas ganas de cambiar el mundo que daban vértigo.
Llegó al punto de encuentro, en la Alameda Juan Sarabia. Eran las 16:00 cuando la vi. La distinguí por la gorra que parecía gritar historias de dolor y lucha. Era la hermana de Dariana Posadas, la joven conductora de InDrive asesinada en septiembre del año pasado. Se incorporó a la marcha, esa que en San Luis Potosí se ha convertido en un escenario improvisado de resistencia y memoria.
Mientras se preparaba para ocupar su lugar entre las víctimas, la vi en su mirada: el mismo vacío y la misma determinación de quien extraña a alguien. Abrazada por una niña pequeña, cuyo silencio parecía entender más que las palabras. Me acerqué.
—¿Puedo acompañarte?
Asintió.
—Sí. Hoy quisimos unirnos a todas las familias víctimas. Quisimos sumarnos a esta marcha.
Caminamos por avenida Universidad rumbo a 20 de Noviembre. La marcha no era solo protesta: era el latido colectivo de una sociedad que se niega a olvidar.
—Daniela era la chispa de nuestra familia. Excelente estudiante, deportista, amable, trabajadora. Dejaba huella en quienes la conocían. Nunca le hizo daño a nadie —dijo su hermana, y apretó con más fuerza la lona con su rostro impreso.
—Más seguridad para nosotras, porque siempre estamos más expuestas al peligro de las calles —exclamó, resumiendo la desesperación de muchas.
El contingente avanzaba. La Alameda Juan Sarabia era un mar de mujeres. La Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana de la capital estimó 15 mil, pero entre las asistentes se hablaba de al menos 5 mil más.
Cruzamos las calles, en dirección a la línea de transferencia del transporte público, ahí estaba el padre de Odalis Hipólito. Su hija fue hallada suspendida de un barandal en 2018. Un feminicidio disfrazado de suicidio.
—A Odalis la han revictimizado, como a muchas otras mujeres aquí. Exigimos justicia. Queremos la reapertura del caso. Que el Poder Judicial y la Fiscalía hagan su trabajo —dijo una defensora, frente a aquella barda que recordaba el último suspiro de la joven.
El señor seguía ahí, sosteniendo una pancarta que resaltaba sus nudillos blancos de apretar el cartón con tanta tensión.
A su lado, la defensora lo apoyaba a contar su historia. La palabra “feminicidio” le salía oxidada, como si la hubiera callado demasiado tiempo.
El contingente siguió su curso, arrastrando consigo todas las historias de impunidad.
Más adelante, una madre encapuchada marchaba de la mano con su hija adolescente. Nos miramos y nos acompañamos en silencio. Luego, se quebró.
—A mi hija la la tocaron indebidamente en la secundaria Benito Juárez, en la colonia San Francisco, de Soledad. Presenté la denuncia, hay un dictamen psicológico. Pero la escuela no hizo nada. Ahora le hacen bullying los mismos que la agredieron. Hasta los maestros la tratan mal.
Su voz tenía cansancio de trámite tras trámite. De noches en vela. De un dolor que se vuelve costumbre.
—Mi hija ya no quiere comer. Se desmaya en la escuela. Pero la directora solo me dijo que la lleve al doctor. Que no es problema de ella. Está deprimida. Todo lo que le hicieron la tiene así, por eso vine a marchar con ella este día.
Caminamos juntas mientras deshilaba sus recuerdos y yo trataba de sostenerlos en el aire.
La marcha avanzaba, ya eran las 17:35 horas y el humo morado cubría el horizonte. Pero yo solo pensaba en ella, en su historia. En el ruido de la injusticia.
La ruta de la marcha cambió este año. Así que a la primera instancia a la que llegamos fue la Fiscalía General del Estado y el edificio ya estaba intervenido.
Entre murmullos y pancartas apretadas contra el pecho, Susana Cruz, madre de Lupita Viramontes, víctima de feminicidio en el año 2012 en el municipio de Soledad de Graciano Sánchez, tomó el micrófono. Su voz no tiembla, no duda, no se quiebra. “No vamos a permitir que sigan simulando cifras, ni que retiren la Alerta de Violencia de Género en más municipios”.
La Fiscalía dice que este año han sido dos feminicidios. Dos. Como si la muerte se pudiera medir en dígitos que se acomodan en un informe. Como si los cuerpos encontrados con signos de violencia fueran menos reales porque el Ministerio Público decidió etiquetarlos como otra cosa.
Susana siguió. “Muertes violentas, dicen. Un eufemismo que les acomoda bien para no engrosar las estadísticas, para que parezca que todo está bajo control”. Pero las familias de las víctimas saben la verdad. Saben que esas cifras son una mentira que oculta lo que realmente está pasando: un sistema que les ha fallado una y otra vez.
Susana aprieta los labios. No está sola. Junto a ella, otras mujeres sostienen los rostros de sus hijas, hermanas, amigas. Son imágenes impresas que gritan lo que las autoridades callan. No se trata solo de números; se trata de vidas arrebatadas, de justicia que nunca llega. Se trata de que la indignación se haga cuerpo, de que la rabia no se quede en las paredes de la Fiscalía, de que la memoria no se borre con información maquillada.
Primero fue el grito. Es Jazmín, madre de Fernanda Morán, víctima de feminicidio en el año 2020. reclama a los trabajadores de la Fiscalía por no dar la cara, por esconderse.
Desde las ventanas del segundo piso, el personal nos observaba con burla. Bastó eso para que muchas se movilizaran de regreso al Centro Histórico.
Luego vinieron las manos, apretando latas de aerosol, levantando piedras, lanzando huevos que estallaron contra los muros grises de la indiferencia. La rabia tiene sus propios rituales y esta vez no iba a quedarse en palabras.
Las lámparas de la Fiscalia se hicieron trizas. Pero no tanto como las madres que han enterrado a sus hijas. No tanto como sus almas, que se rompieron desde el día en que las encontraron sin vida, desde el día en que las autoridades les dijeron que no fue feminicidio, que quizá fue su culpa, que mejor no hagan escándalo.
Pero el escándalo ya está aquí. Está en los vidrios estrellados, en la pintura que cubre las paredes con nombres, exigencias, maldiciones. Está en los pies que no se mueven del lugar, en las manos que no temen volver a golpear lo que sea necesario. Porque si el sistema de justicia no escucha, habrá que gritarle en su cara. Habrá que recordarle, una y otra vez, que cada daño a un edificio es insignificante comparado con el daño irreparable de una ausencia.
Entre el ruido de los tambores y los gritos, vi a una joven sostener una pantaleta sobre un cartel con la cara de un hombre. Denunciaba la agresión sexual a niños menores de cinco años.
La madre encapuchada y yo seguimos la marcha hasta Palacio de Gobierno. Las placas de madera lo blindaban, y del otro lado, un hombre gritaba a unas jóvenes, culpándolas por su propia violencia.
—Estoy harta —dijo la madre—, pero me emociona verlas aquí. Yo también quisiera pintar las paredes.
Y entonces, comenzaron las intervenciones.
Nos alejamos del barandal. Unas señoras con niños del contingente de infancias intentaban disuadir a los que grababan, pese a que las organizadoras lo habían prohibido.
Nos despedimos ahí. Algo era distinto en esta marcha. Muchas lo sentían. Las madres y familias víctimas siguieron su camino.
—Son jóvenes —dijo una señora, observando la intervención—. Así empezamos nosotras. Ya les tocará a ellas.
Avanzamos en cascada hasta Plaza Fundadores. La fachada del edificio central de la Universidad Autónoma de San Luis Potosí ya estaba intervenida.
El blindaje estaba ahí. Planchas metálicas frías cubrían las puertas y ventanas de este edificio, como si el acero pudiera contener el hartazgo, como si unas vallas fueran suficientes para detener lo que estaba a punto de pasar. Pero no. Nunca lo son.
Las primeras manos se aferraron a los bordes, jalando con fuerza. Otras llegaron con martillos, con picos. El metal cedió. No de inmediato, pero sí lo suficiente para que la furia encontrara su camino.
El humo del aerosol pintó consignas sobre los muros, letras torcidas por la prisa y la adrenalina. Algunas ventanas estallaron en pedazos, y en el suelo quedaron los restos de lo que alguna vez fue un intento de silencio. Pero lo que más impresionó, lo que realmente marcó la diferencia esta vez, fueron ellas. Las madres. Las mujeres mayores.
No estaban en la orilla, no miraban con temor desde lejos. Estaban ahí, firmes, sosteniendo pancartas con los nombres de sus hijas, de sus hermanas, de sus amigas que nunca volvieron. No llegaron a decir “cálmense”, no pidieron que todo se hiciera “por la vía legal”. Llegaron a sostener la lucha, a poner el cuerpo junto a las más jóvenes, a corear con voz fuerte lo que antes solo murmuraban en casa.
El blindaje cayó. Y con él, la idea de que la indignación es cosa de unas cuantas. No. Hoy quedó claro que esto ya es de todas.
Y entonces, explotó la puerta.
No sé quién lo hizo, ni en qué momento exacto. Solo sé que nadie se movió. Todas miraban. Algunas se fueron. Otras se quedaron.
El humo, el grito, el eco de las historias.
Yo también me quedé.






















