España, (9 de Abril).- Como Prometeo, que robó del Olimpo el fuego que Zeus había negado a los hombres, el escritor no llega a nada que realmente merezca la pena si, además del talento que se le supone, no tiene la valentía de asomarse a los abismos que se abren ante sus ojos. El riesgo que corre es despeñarse por sus riscos.
José Antonio Pérez Rojo, psiquiatra y psicoterapeuta, ha querido narrar la historia de un puñado de creadores que no pudieron evitar quemarse con el fuego de Prometeo, precisamente porque se habían atrevido a ir a buscarlo. Salgari, Larra, Mishima, Zweig, Plath, Kennedy Toole, Virginia Woolf y Sócrates (que fue más bien un escritor virtual) son algunos de los nombres que pueblan las páginas de ‘Los escritores suicidas’, un libro a mitad de camino entre el ensayo y la(s) biografía(s) que resulta al final un grato “paseo por la literatura”, según el autor.
A pesar de su profesión, Rojo quiere anteponer al diagnóstico médico la visión poética de por qué tantos artistas en general y escritores en particular han acabado con su vida desde los inicios del arte conocido. “Los hombres crean porque se saben incompletos, inventan para llenar esa carencia. Los más radicales, los que se atreven a meter el pie en la hoguera y removerlo, tienen un riesgo mayor”, indica.
El psicoanalista Roberto Longhi, que presentó el libro en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, sostiene que “tan misterioso es el acto de la creación como el impulso que lleva a un artista a quemarse en su propio fuego y levantar la mano contra sí mismo”.
Si bien no puede establecerse de forma categórica una mayor incidencia de suicidios entre los escritores que entre la población general (la dificultad de delimitar con precisión la profesión de escritor es una de las muchas razones que impiden semejante estadística), Pérez Rojo cita estudios según los cuales sí cabe inferir un índice superior de patología mental “que otros profesionales considerados de éxito”. “El viaje de la creatividad es azaroso -reflexiona-. Se necesita una estructura interior fuerte para que el viaje pueda ser de ida y vuelta, no sólo de ida”.
La noción de patología mental, resbaladiza en extremo, nos conduce a la relación mil veces comentada entre creatividad y locura, y suele pasar por alto en demasiadas ocasiones que los locos de ayer podrían ser los extravagantes de hoy. Tras varias crisis nerviosas, Gérard de Nerval volvió a ser internado después de sacar a pasear a una langosta con un lazo azul por los jardines del Palais Royal de París. En nuestros días, quizá saldría en las revistas del corazón y marcaría tendencia.
Métodos de lo más variopintos
Razones se pueden buscar muchas para intentar entender el acto trágico del suicidio, explica Rojo. La frustración literaria empujó sin duda a John Kennedy Toole a desviar los gases de escape hacia el habitáculo de su coche; muchos se quitaron de en medio por vergüenza a la exposición pública de su homosexualidad o su supuesto plagio; algunos prefirieron acortar su agonía sabedores de que padecían unas enfermedad incurable; otros parecen haberlo hecho por convicción, aunque el fantasma de la depresión -que tantas caras diferentes presenta- podría estar presente tanto en unos casos como en otros.
Particularmente, algunas formas de quitarse la vida sólo admiten la interpretación de un psicoanalista. Como ha rescatado en fechas recientes Patricio Pron en ‘El libro quemado’, el rumano Dragos Protopopescu se hizo decapitar por un ascensor, que es -digamos- una forma difícil de morir. El polaco Tadeusz Borowski, superviviente de Auschwitz y autor del libro ‘Por aquí se va al gas, damas y caballeros’, se suicidó dos años después de publicarlo y a los tres días de haber tenido una niña. ¿Cómo lo hizo? Con gas…
Esta última modalidad de suicidio, en diversas variantes, ha tenido bastante predicamento entre los escritores. Además de Kennedy Toole, recurrieron a ella Anne Sexton, Inge Müller, Yasunari Kawabata o Sylvia Plath, que antes de meter la cabeza en el horno dejó en la habitación de sus hijos dormidos un plato de pan con mantequilla y dos tazas de leche, por si se despertaban con hambre.
El suicidio de Mishima al estilo samurái es uno de los más conocidos. Menos glamurosos pero igualmente efectivos -a veces demasiado a la larga- resultaron los cuchillos, navajas y abrecartas empleados por Salgari, Nicolas de Chamfort, Louis Verneuil o Ernst Weiss, quien se cortó las venas al contemplar la entrada de las tropas nazis en París desde la ventana de su hotel.
Más rápido y preciso suele ser hacerse con un arma de fuego como las que usaron para quitarse la vida Hemingway, Larra, Jan Potocki (supuestamente con una bala de plata), Sándor Márai, Felipe Trigo y Maiakovski, entre otros muchos.
Patricio Pron fantasea con la posibilidad de una “historia alternativa de la literatura articulada en torno a las afinidades entre escritores que revelan los métodos que escogieron para poner fin a su vida”, y emplaza a los filólogos a explorar “si ésta es la única circunstancia en la que las obras de tales autores presentan similitudes”.
Interesante ejercicio sería, según esta conjetura, determinar qué más une a Nerval, Foster Wallace o Philipp Mainländer aparte de haber elegido ahorcarse como método de suicidio. Quizá Virginia Woolf, Paul Celan, Ángel Ganivet y Alfonsina Storni tenían más rasgos comunes que el de haber decidido acabar con su vida lanzándose a las aguas del Ouse, el Sena, el Dvina (en Riga) o el Mar del Plata, respectivamente.
Seguramente es significativo recurrir a la muerte placentera inducida por barbitúricos, acompañados o no de alcohol, como lo hicieron Alejandra Pizarnik, Pavese, Lugones, Lowry (aunque lo suyo pudo ser accidental) y Kenneth Halliwell, que antes había matado a martillazos a su amante, el dramaturgo británico Joe Orton.
Arthur Koestler y Stefan Zweig eligieron también los barbitúricos, pero murieron acompañados de sus mujeres. Heinrich von Kleist disparó contra su musa y compañera, enferma de un cáncer avanzado, antes de dirigir el arma contra sí mismo. Rudolf Tésnohlídek se pegó un tiro a imitación de su primera esposa; al conocer la noticia, su tercera mujer se gaseó.
Tamiki Hara, superviviente de Hiroshima, optó por lanzarse al paso de un tren, al igual que nuestro Pedro Casariego Córdoba. Sá-Carneiro se envenenó, Jerzy Kosinski y Gabriel Ferrater recurrieron a bolsas de plástico para hallar la muerte, otros saltaron por una ventana… Y éstos son sólo unos pocos ejemplos entre todos los autores suicidas recogidos en obras como ‘La soledad del lector’, de David Markson, el ‘Diccionario del suicidio’, de Carlos Janín, y la ‘Historia del suicidio en Occidente’, de Ramón Andrés.
¿Es peligroso escribir?
Antes y durante la redacción de ‘Los escritores suicidas’, a Perez Rojo le rondaba con insistencia una pregunta: a la vista de los resultados, ¿es peligroso escribir? De momento sólo puede afirmar que “ser escritor es una profesión de alto riesgo, sobre todo en tiempos de represión feroz”. Como testimonió Primo Levi, quien también pudo suicidarse aunque su caída por las escaleras sigue dando pie a todo tipo de interpretaciones, tener papel y lápiz en el campo de concentración estaba equiparado con un acto de espionaje. Ser mujer y escribir añade aún más riesgo, añade Pérez Rojo, al menos hasta hace no demasiados años.
Lowry y Levi son sólo dos casos de suicidio dudoso. Ambrose Bierce, de quien nos habla también ‘El libro tachado’, tenía 71 años cuando dejó su ciudad de Washington para recorrer los escenarios de la Guerra de Secesión en los que había luchado y sobre los que había escrito en Historias de civiles y soldados.
De allí pasó a México, donde al parecer se unió a las fuerzas de Pancho Villa, y después desapareció para siempre, se dice que en algún momento de 1914 o 1915, hace ahora un siglo. Pron recuerda que Bierce había escrito dos textos a favor del suicidio, titulados elocuentemente ‘El mérito en el suicidio’ y ‘El derecho a quitarse de en medio’, además de una carta en la que anotó: “Ser un gringo en México, eso es eutanasia”.
Más pruebas de algo indemostrable en sí mismo: tres historias de ¿Pueden suceder tales cosas? tratan de desapariciones misteriosas de personajes que el estudioso Ulrich Hortsmann considera “prototipos de su propia puesta en escena” (de la de Bierce, se entiende).
Patricio Pron sostiene que “aquí la desaparición física no es la causa del abandono de la literatura, sino su resultado”. En una entrevista de 1913, el año de su desaparición, el autor del ‘Diccionario del diablo’ confesaba que llevaba cinco años sin crear y que “había terminado con la escritura”.
Tal puesta en escena, concluye, podría suponer un elemento más de la obra literaria que se da por terminada, “en un movimiento que une literatura y vida al tiempo que aparece como la última manifestación de la individualidad del autor” poco antes de su disolución.
Si el suicidio ha sido siempre un acto rodeado de condena y ocultación, se antoja inimaginable cómo debió de sentirse Joseph Conrad al sobrevivir a un disparo en el pecho, o Edgar Allan Poe al intentar sin éxito quitarse la vida con láudano tras la muerte de su mujer, lo mismo que le pasó a Dante Gabriel Rossetti.
Hans Fallada, alcohólico y morfinómano, intentó suicidarse después de dispararle a su mujer, Jacques Prévert se tiró por la ventana pero murió 30 años después por causas naturales. Acaso nada puede ser más triste que lo que le aconteció a Carson McCullers: sobrevivió a un intento de quitarse la vida pero su marido, obsesionado con un supuesto pacto suicida, se mató poco después.
Fuente: El Mundo