Por: Eduardo Delgado.
“Muy deprimida” por un problema en su trabajo, un día Teresa Sánchez Ruiz se sentó en una banca del Jardín Escontria. Se había comprado una pieza de pan, de la que tras cada bocado se desprendían migajas. A su alrededor comenzaron a merodear palomas. Verlas comer la hizo sentir alivio…que podía ser útil. Desde aquel día a la fecha han transcurrido cinco o seis años, durante los cuales recorre dos veces a la semana plazas públicas para alimentar a las aves.
Recolecta en su casa y entre vecinas desperdicios de tortillas, piezas de pan duras y otros desperdicios. Acumula tres bolsas de mandado de unos diez kilos de peso cada una.
Con la carga a cuestas, miércoles y sábados, realiza una especie de “peregrinación” que comienza en su casa en la colonia Francisco Martínez de la Vega. Con dificultades aborda la unidad del servicio público del camión y se baja frente al Museo del Ferrocarril.
Teresa es mayor de 60 años, menudita, con problemas de salud y cuyo andar es lento. Lo irregular de los baches y el camino adoquinado dificulta su camino. En una mochila sobre sus espaldas carga una bolsa y otras en cada mano. Por sí misma, con mucha dificultad, baja y sube de las banquetas.
El monumento en cantera de Venustiano Carranza es “testigo” de la llegada de Teresa Sánchez Ruiz, que con mucho esfuerzo, bajo el sol, con el sudor en su rostro, logra “escalar” el arriate del Jardín Escontria.
Las aves, igual, que el revolucionario se percatan de su llegada y se comienzan a juntar a su alrededor mientras ella vacía y extiende sobre el césped el contenido de una bolsa. “A veces platico con las palomas… les cuento mis penas”, dice mientras se retira de la parvada.
Bajo su cachucha escurre el sudor de su frente. Eso le hace sentir bien, un alivio especial. Sigue su paso por la calle de Los Bravo en dirección a palacio de Gobierno. Pasa frente a la plaza del Mariachi y cruza Eje Vial, punto donde su mejor aliado es el semáforo, cuya luz roja detiene a los vehículos para que ella pase.
Del otro lado avanza una cuadra y da vuelta a la izquierda sobre Juan Sarabia, para salir a un costado de la iglesia del Carmen. Pasa frente a este y se vuelva a internar en el área verde frente al Museo del Virreinato, donde enseguida se juntan a las palomas para alimentarse.
Con una bolsa en mano reanuda su peregrinaje en dirección a la plaza de la iglesia de San Agustín, donde con mucha dificultad sube a uno de los jardines. Una joven con su novio la observa batallar para subir sobre el arriate; el sudor escurre en el momento en que descarga la tercera y última bolsa, casi junto al pie del tronco de un frondoso pino.
Esa peregrinación se ha convertido para ella en la rutina que un día, hace unos cinco o seis años, “me nació”. Aquel día llego bastante abatida por problemas en su trabajo, una guardería en la que a diario lava trastes y les prepara la leche a los lactantes.
“Desde entonces me surgió la idea y dije: Si me sobran tortillas o algo más en mi casa hay que dar, compartir, no ser egoísta”.
- ¿Darles de comer a las palomas la hizo sentir bien?
- Sí, porque dije: siquiera les di algo que tengo y me sirvió en ese momento para aliviar la depresión.
- ¿Le sigue siendo útil?
- Fíjese que sí porque a veces hasta me gusta platicar con ellas. Les platico mis problemas, aunque no me oigan ni me entiendan.
Al tiempo que escucha el revoloteo de palomas sobre ella dice satisfecha: “Ya comieron, se van a tomar agua y vuelven a la comida. Son muy bonitas”.
La “peregrinación” ya se convirtió en un hábito, que le sirve como terapia ocupacional. “Hay que dar algo al prójimo para recibir algo”, resume Teresa Sánchez, quien está a dos años de jubilarse como trabajadora del Instituto de Seguridad y Servicios Sociales de los Trabajadores al Servicio del Estado.
- ¿Ha pensado que le pueden hacer un monumento como al Señor de las Palomas?
- No y no me interesa. A mí me interesa más que nada ayudar al prójimo.
ADEMÁS…
Por si fuese poco ha cumplido otras proezas durante su vida: decidió no casarse para dedicarse al cuidado de su madre y adoptó a un niño “de meses”, al que le dio educación y quien en la actualidad estudia y trabaja en Estados Unidos.
De una familia de siete hermanos sobreviven ella y otra hermana. Tras el deceso de sus hermanos, de su padre, Teresa borró de su mente la posibilidad de casarse y formar una familia para cuidar a su mamá.
- ¿Cómo decidió adoptar un niño?
- Me lo dio una señora rancherita. Me dijo que si lo quería y le dije que sí, pero le pedí que me lo diera con papeles.
El niño tenía meses de nacido y a los pocos días lo registró con el nombre de Saúl Sánchez Ruiz. Con mucho sacrificio, mucho mayor al que le implica bajar y subir banquetas, le solventó sus estudios de preescolar, primaria, secundaria, bachillerato y profesional.
Orgullosa cuenta que su hijo “se ganó una beca en Estados Unidos y estudia medicina en Indiana”, donde Saúl trabaja y prosigue su formación académica, pero ya en una especialidad. “No sé en cual, pero ya con que estudie me doy de santos”, celebra.
Lo de las palomas le significa un esfuerzo especial con el propósito de “darle algo al prójimo y lo de mi hijo procurar que sea un buen muchacho”, resume la mujer, que sin el peso de la carga en las bolsas prosigue su camino para para pasar a pagar el teléfono, luego a recoger medicinas y enseguida volver a su hogar.