Alejandro Hernández J.
La semana pasada, el sábado 30 de mayo, la nave espacial Falcon 9 despegó exitosamente; se trata del primer vuelo tripulado que se manda al espacio desde Estados Unidos en nueve años. El evento fue tanto más importante cuanto que, por primera vez en la historia, la nave fue construida por una empresa privada (SpaceX), no por una agencia perteneciente a algún Estado.
La misma semana pasada, el lunes 25 de mayo, en el mismo país donde fue despegó la misión DEMO-2, un policía blanco se arrodillaba durante más de ocho minutos sobre la garganta de un hombre de raza negra y terminaba matándolo por asfixia.
Las protestas que se desencadenaron tras el horripilante crimen de odio nos recuerdan que las prioridades de la humanidad siguen estando mal establecidas. Hace casi 41 años, la víspera del lanzamiento de la primera misión tripulada que llegaría a la luna, un hombre negro llamado Ralf Abernathy se dirigía con este mensaje a las autoridades de la NASA: “vinimos para manifestarnos contra el trágico e imperdonable abismo entre las posibilidades tecnológicas de Estados Unidos y sus desigualdades sociales”. Hoy en día, el desarrollo de proyectos espaciales está pasando a manos de empresas privadas, pero el abismo descrito por Abernathy sigue ahí. Además, el culto hacia grandes empresarios, como el dueño de la compañía SpaceX, Elon Musk, está en ascenso.
Para muchos es fascinante que este hombre haya pasado de ser un joven ordinario a un visionario multimillonario cuyos proyectos son, entre otros, colonizar Marte, producir autos que no utilicen combustibles fósiles y lograr que los cerebros humanos puedan conectarse a los teléfonos inteligentes. En redes sociales se dice que, quienes desean mejorar las condiciones de vida en la tierra, tienen dos opciones: quejarse y “perder el tiempo” como lo hace la activista sueca Greta Thumberg o actuar e inspirar a otros como ejemplifica el empresario con triple nacionalidad. “Seamos como Musk”, aclaman muchos.
El razonamiento de Musk parece ser tan visionario que ya se está preocupando por lo que pasará cuando la vida en la tierra no sea sostenible. “La historia predice que el mundo se acabará algún día. Una de las alternativas es convertirse en una civilización que viaje por el espacio, una especie que viva en otros planetas. Espero que todos estén de acuerdo conmigo”, decía el multimillonario en una conferencia del año 2016.
Ante el temor del posible fin de la vida en la tierra, exportarnos hacia otros puntos del universo puede sonar tentador. A final de cuentas, de la misma manera en que Elon Musk pasó de ser un “muchacho ordinario” a un hombre en apariencia sin límites, la humanidad está pasando de ser un homínido que apareció en África hace 350 mil años y que, en aquel entonces, poseía la misma relevancia que cualquier otro animal (Harari, 2015) a una especie que desea conquistar otros planetas de su sistema solar. Sin embargo, estas ideas ambiciosas fallan en un punto: hablan sobre las condiciones necesarias para llevarnos hacia otros recónditos del universo, pero no nos dicen cómo podemos mantener la vida en la tierra. La razón de esta falta es fácil de encontrar: se trata de proyectos de ingeniería, no de ética. En efecto, ni los Estados ni la iniciativa privada (ni tampoco muchos ciudadanos) parecen interesarse por poner un freno al sufrimiento de los seres que viven en este planeta.
Una palabra parece resumir el clamor que cimbra actualmente a Estados Unidos y al mundo entero: justicia. Sería ingenuo pensar que algún proyecto intergaláctico pueda traernos este bien supremo. En ningún plano industrial o programa empresarial de SpaceX se menciona la necesidad de aprender a desarrollar la compasión y a estar satisfechos con lo mucho o poco que tenemos. Tampoco se encuentran estas cualidades en el sinnúmero de biografías que circulan del dueño de esta compañía (de hecho, algunos de sus compañeros de trabajo lo describen como alguien patológicamente ambicioso).
¿De verdad queremos “ser como Musk”? ¿Valdría la pena una vida en Marte si llevamos con nosotros nuestra indulgencia y nuestra codicia? Ciudadanos, gobernantes y mercados, ¿comprenderemos antes de que sea demasiado tarde que las soluciones inmediatas no están en la creación de nuevas herramientas tecnológicas —y tal vez tampoco en ambiciosas maniobras políticas—, sino en poner un freno inmediatamente a la capacidad destructiva de nuestra especie? ¿Por qué se invierten tantos esfuerzos y recursos en miles y miles de cosas, pero nunca en la ética —madre de todas las disciplinas, como afirma el filósofo Enrique Dussel—?