Por: Antonio González Vázquez.
Cómo no recordar el entrañable y conmovedor poema de Salvador Díaz Mirón: Mamá, soy Paquito; no haré travesuras. Es el canto de un niño a su madre ausente, es un poema triste de un niño a su mamá tan rechula.
Es la Plaza de armas en quince de septiembre, a unas horas del Grito de Independencia. El ambiente es de fervor patrio, todo en verde, blanco y rojo, todo tan mexicano. Los adornos, la música, las banderas y rehiletes, todo nos hace admirar a la patria. En la plaza, una niña se acerca a un soldado y pareciera decir en tono candoroso: soy Paquita; no haré travesuras. Los pertrechos de guerra, el fúsil, las municiones, las granadas, las armas mortales visten al soldado que se agacha como para escuchar tal vez decir a la niña: soy Paquita, no haré travesuras. Ella, menudita y escolapia, con la ternura de la infancia a lado del que antes peleaba por la soberanía nacional y ahora hace la guerra a delincuentes. Ella, con su colita amarrándole un nudo el cabello en una trenza coronada con un broche tricolor. Ella tan vulnerable e inocente. Son las fiestas patrias y los niños celebran porque lucen radiantes, no como los que por la noche celebrarán desde el balcón central de palacio de gobierno. Será admiración o temor, curiosidad tal vez o, puede ser, asombro, pero la niña se acercó al hombre en color olivo camuflajeado como para preguntar ¿Disculpe señor, por qué tantos soldados? ¿Acaso ya empezó la guerra, nos van a matar? ¿Están buscando a delincuentes? ¿Nos van a llevar a todos o solo van a desfilar? Por eso, con azoro, parece decir: Señor soldado, soy Paquita, no haré travesuras.