Óscar G. Chávez
Aunque pareciera ser un ducho en esos temas, queda claro que el fuerte del alcalde no es la historia potosina, con todo y que se empeñe en señalar un pavimento del último tercio del siglo XIX como parte del conjunto mercedario o aunque, amparado en no sé qué argumentos, decida con el respaldo de su Cabildo, en hacer barrio algo que no lo fue. Raro, por cierto, que para esta última pantomima hubiera tenido el apoyo de un Cabildo que no lo quiere y que de pedir licencia –como quieren el gobernador y su secretario general– seguro le dan cuartelazo o al menos le arman un numerito allí adentro.
Volviendo al tema. Hace algunas semanas al alcalde se le ocurrió que en la ciudad debería existir un paseo llamado Esmeralda y no porque el verde esté de moda, sino porque (según dijo) en el centro del jardín Colón, ése que todos llaman de La Merced, existe un reloj donado por la colonia española con motivo del centenario de la independencia y que fue fabricado por La Esmeralda (casa relojera de moda en aquellos años), del que el gran crítico de arte, Francisco de la Maza, señala: “reloj cuyo pedestal [obra del arquitecto Manuel Lara Missoten] derrama rosas de piedra, como si fuera un tibor de la Belle Époque”. Mejor hubiera sido llamarle paseo de La Merced, como justo recuerdo al templo y convento desaparecidos, que se levantaron en ese lugar y que los exabruptos de la reforma liberal de 1857, llevaron a su demolición cuatro años más tarde. Pero el alcalde quería su esmeralda, y se vale.
Tras el anuncio comenzaron en la lateral poniente del jardín a levantar el pavimento de adoquín (no manualmente como dicen que lo hacen, sino con pala mecánica) y debajo de ése encontraron un pavimento de piedra que, después ser dañado con la máquina, señalaron los expertos que era parte del conjunto conventual de la Merced. Escaso en conocimientos, Enrique Galindo pronto secundó los dichos; ahora, gracias a su empeño y a su gusto por lo antiguo se habla hasta de crear ventanas arqueológicas que permitan admirar ese empedrado testimonio del San Luis que se fue. Metros más adelante, pasando el cruce con Miguel Barragán, aparecieron los restos de un antiguo albañal que, también los especialistas, catalogaron como restos de una muy antigua obra hidráulica, vinculada al convento y a la caja de agua.
Ni el piso pertenece al conjunto mercedario, ni los restos del albañal se vinculaban al convento o a la Conservera. Aquel fue colocado en la llamada entonces calle del Colero, en la década de 1880, mientras que éste, forma parte de los desagües que desembocaban en la zanja de los Tepetates (actual calle de Miguel Barragán) misma que un poco más adelante conectaba con otra corriente, la de la Alfalfa (actual Primera de mayo). Como sea, son testimonios que debían ser preservados; es decir, si lo que se buscaba era su rescate, lo conducente sería peatonalizar esa lateral del jardín, colocando los tubos de drenaje, bajo la banqueta y no, rompiendo bárbaramente los restos del pavimento antiguo sobre el que, aparentemente será colocado de nuevo el adoquín. Finalmente son pocos los vestigios del empedrado decimonónico de la ciudad y éste era uno muy completo.
Luego, hace unos días en una sesión de Cabildo, que decidieron llamar solemne, el Ayuntamiento en pleno decidió convertir en barrio el rumbo llamado El Saucito, por haberse constituido en torno a la antigua ermita del Santo Cristo de Burgos, tallado sobre el tronco de un sauce (de ahí el diminutivo). El acto burocrático, según dijo el alcalde, redignifica el rumbo, da identidad a sus habitantes, salda una deuda histórica y permite que sean mayormente beneficiados de los programas municipales.
Inútil sería preguntarle sus parámetros de dignificación y compromiso histórico, ya que lo más probable es que fundamentara su discurso en necedades políticas, aunque posiblemente se refería a la represión que la policía municipal hace algunos meses ejerció sobre los vecinos del rumbo que se oponían a la construcción de un paso a desnivel, en la avenida Fray Diego de la Magdalena, al frente y al costado de los templos. Lo que resulta sorprendente es que se condicione a una designación enteramente burocrática, la identidad y el beneficio de los programas municipales; ¿de no contar con la designación, serían carentes de identidad y no se les otorgarían beneficios? Algunos comentarios e interrogantes más precisos, fundados en la realidad actual, fueron formulados acertadamente por el periodista Victoriano Martínez.
Barrio, es por definición un rumbo o un espacio dentro de un espacio urbano mayor; según la Real Academia es: 1. Cada una de las partes en que se dividen los pueblos y ciudades o sus distritos. 2. Arrabal, 3. Grupo de casas o aldea dependientes de otra población aunque estén apartadas de ella. A todas éstas se adecuaba El Saucito; era un barrio por antonomasia y no era necesario el nombramiento municipal soportado en un ridículo papel llamado “Pergamino” y que hubiera sido más adecuado llamar denominación, nombramiento o título. La teatralidad de la administración pública.
Con todo y que en el imaginario fuera considerado un barrio y que poseyera la identidad de tal, si lo que se buscaba era equipararlo a los llamados barrios fundacionales, esto es un absurdo, ya que la historia del rumbo comienza en la década de 1820, en lo que entonces era la fracción de Encinillas, perteneciente al barrio y parroquia de Tlaxcala, que se encontraba integrada por doce barrios o fracciones entre las que destacaban la propia de Encinillas así como las de Angostura, Milpillas, Santiago y la Tercera (luego acabada en Grande y Chica). Aunque bien hubiera podido serlo, como otros barrios que ya no existen, como el de La Lagunita, el del Venadito, el de la Alfalfa o el de La Perlita, a los que a fuerza de las menciones del vulgo se les otorgó nombre.
Sin embrago, si la nueva denominación enaltece el rumbo y lo vuelve beneficiario de los planes municipales, entonces sería necesario aplicar los mismos privilegios que al novel barrio a los ya existentes, y beneficiar a los espacios marginales de San Sebastián y el Montecillo.
Pareciera que con la referida declaratoria o nombramiento, Enrique Galindo busca emular la ridícula declaratoria que hicieron el gobernador y su patiño de Turismo, al denominar –en otro sinsentido– como barrio mágico al de Tlaxcala. Ocurrencias al fin, que en un caso llevan a la destrucción de testimonios del pasado en aras de un progreso malentendido, y en el otro, utilizando como pretexto el pasado en un discurso trasnochado, se busca hacer rehén de los caprichos gubernamentales a un espacio de la ciudad.
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