Carlos Rubio
No había día en el que María no saliera a su balcón a disfrutar de la que para ella era una hermosa vista, desde un segundo piso, donde el viento se sentía con mayor intensidad y en donde podía estar en la calle y a la vez no estarlo. Había aprendido cada detalle que la vista de frente le permitía. Había contado cada piedra que había en el piso y se daba cuenta cuando alguna cambiaba de lugar o desaparecía. Vislumbraba todos los días su vida en otro espacio o en otra época. Conocía la rutina de sus vecinos, a qué hora llegaban y a qué hora salían, pues desde arriba los veía. Todos los días ahí estaba María de las 11 de la mañana a la una de la tarde y de las cuatro a las nueve de la noche, a veces llegaba antes, otras veces se escapaba sólo para mirar el sol por un segundo; después del desayuno ahí estaba María fumándose todos los cigarros que pudiera prender en una hora; luego de trapear el piso y lavar la alfombra ahí estaba María ventilando sus manos tan rígidas y ásperas, con callos sobre las palmas y astillas clavadas en sus dedos sangrantes; después de vestirse con su falda larga y una estrecha blusa, cobijada con un suéter de lana color beige, ahí estaba María adornando los paseos dominicales de las familias más ricas de San Luis; luciendo los labios pintados de un color rojo más intenso que Marte, ahí estaba María con su sonrisa natural y artificial a la vez, cuando le preguntaban si algún día bajaría; ahí estaba María viendo la velocidad con la que corrían los niños al jugar sobre la calle Zaragoza y a los ancianos dar un paso por segundo; ahí estaba María viendo cómo los pájaros se posan sobre su balcón para platicar con ella; ahí estaba María escuchando el sonido de alguien llamado a su puerta sin la posibilidad de ir a abrirla; ahí estaba María viendo pasear a sus amigas mientras ríen felices y poco a poco dejan de reconocerla; ahí estaba María derribada siete días por una infección sin la posibilidad de ir al doctor; ahí estaba María aguantando el hambre de la noche, en espera de que llegue su esposo para comenzar a cenar; ahí estaba María recargada con ambos brazos en el barandal, recordando a sus padres que ya habían muerto hace muchos años; ahí estaba María escribiendo sobre su diario: 1,085, porque eran los días que habían transcurrido desde la última vez que salió de su casa, y en su diario no escribía nada más porque todo lo pensaba y tenía tiempo de repasarlo y recordarlo; ahí estaba María celebrando sus cumpleaños 31 y 32 sobre su balcón, acompañada de los hombres ebrios a los que les gustaba ir a gritarle vulgaridades durante el día; ahí estaba María gozando de una envidiable salud con la que podría escalar montañas y nadar a mar abierto; ahí estaba María esperando a que apareciera la estrella que siempre veía llegar a las 8 de la noche para que le hiciera compañía; ahí estaba María respirando el aroma de la libertad a medias, rodeada por barrotes que no le llegaban ni a la cintura, pero siendo presa de una altura que la heriría si intentara saltar; ahí estaba María cautiva por el amor que le profesaba a su esposo que la mantenía encerrada en la casa que ella misma había elegido; ahí estaba María admirada por todos y querida por nadie; ahí estaba María, sufriendo el frío del invierno y soportando el calor del verano; ahí estaba María cautivada por la belleza extrema del balcón sobre el que estaba destinada a pasar el resto de sus días; ahí estaba María viviendo en el mismo lugar en el que vivió el virrey Félix María Calleja del Rey Bruder Losada Campaño y Montero de Espinosa, un hombre que el 26 de enero de 1807 se casó con María Francisca de la Gándara, una de las únicas dos virreinas criollas que tuvo México. Ahí estaba María con Calleja que era conocido por perder fácilmente los escrúpulos y fue acusado de ser el causante de que la guerra con los insurgentes continuase, por eso fue relevado de su trono de virrey, obligado a regresar a España, donde recibió todo tipo de distinciones por su servicio en la Nueva España, muriendo como capitán general en Valencia, dejando viuda a Francisca durante 27 años hasta que ella también murió en la misma ciudad. Ahí estaba María acompañada de los fantasmas de Félix y de Francisca que se burlan de ella por no poder salir de su propia casa. Ahí estaba la ingenua María pensando en la niña se casó con Rafael, el tirano que tiempo después la encerraría bajo llave en su casa para que no pudiera ver ni hablar con nadie. Ahí estaba la complaciente María que como esclava mantenía la casa en perfecto estado para que su esposo no la golpeara al ver una capa de polvo sobre el tocador. Ahí estaba la bella María saliendo al balcón en la hora exacta para que su rostro recibiera rayos del sol y mantuviera su tono perfecto. Ahí estaba la humilde María nacida sobre la calle más olvidada de toda la ciudad en la que ni el más estúpido hombre se atrevería a caminar. Ahí estaba la triste María lamentando el haber quedado a cargo de su tío quien la vendió en no más de cien pesos. Ahí estaba la extrovertida María ansiando el momento de que sonara alguna canción a lo lejos y su cuerpo bailara para despegar sus articulaciones. Ahí estaba la delgada María que había días completos en los que no comía porque su esposo no llegaba a su casa por estar con otra mujer. Ahí estaba la frágil María incapaz de empujar el mueble con los más de 100 libros que tenía prohibido leer. Ahí estaba María que no podía ni admirar la hermosa fachada de su casa que la maravilló la primera vez que la vio, mucho menos alcanzaba a ver el adorno en su propia puerta; ya se había olvidado de los seis ángeles que volaban sosteniendo el balcón y a veces confundía el color de la cantera volviéndose morada y verde a la vez. Ahí estaba María que su mayor anhelo era ser madre, pero ya se había causado al menos tres abortos por temor a que naciera una mujer condenada al mismo destino que ella. Ahí estaba María a quien le daba igual estar viva o muerta, pues el encierro era igual que estar muerta en vida.
Ahí estuvo, ahí está y ojalá se vaya María.