Tiempo Transcurrido: Jesús, un hombre extraño y la Cineteca Alameda

Carlos Rubio

Jesús armaba el último par de zapatos del día cuando vino a su mente el cine teatro Othón, uno de sus lugares favoritos donde podía pasarse horas viendo películas. Con ese efímero recuerdo las ganas de ir envolvieron sus pensamientos sin dejarlo escapar, por suerte estaba sólo a unos minutos de su hora de salida. Ya desde hace tres años que trabaja en la zapatería de don Julián, un amigo de su papá. Aunque desde antes prácticamente ya vivía allí porque su padre lo dejaba encargado todo el día, para irse a sabe dónde, con sabe quién. Comenzó lustrando zapatos y con el tiempo fue aprendiendo del oficio, o más bien, del arte, así lo llamaba don Julián, un viejo que se enamoraba de cada zapato que fabricaban.

Al cabo de un año, Jesús ya manejaba el cuero y la navaja como si lo hubiera hecho toda la vida; meses después ya entregaba su primer par de zapatos hecho sólo por él. Nació para esto, pensaban todos los que lo conocían, pero a él no le importaba mucho, Jesús sólo quería ver películas y trabajar en cualquier lugar que tuviera relación con el cine. Quería actuar, o si no, ser director, o si no, ser camarógrafo, o si no, de iluminación, o si no, de sonido, o si no, guionista, o si no, trabajar en una sala de cine, o si no, barrer una sala de cine, o si no, hacer salas de cine. Un deseo que parecía inalcanzable a los ojos del joven de 16 años.

Hasta mañana don Julián, gritó al salir. Caminó unas calles para llegar al cine teatro Othón, ya se imaginaba sentado esperando a que iniciara la película, pero una enorme decepción recorrió su piel al darse cuenta de que estaba cerrado, quien sabe por qué, quien sabe hasta cuándo. Se le cruzó por un momento la idea de ir al cine Azteca, pero no, no sería lo mismo, no para Jesús. Entristecido, se sentó afuera del cine a esperar un milagro que lo abriera, aunque él sabía que no pasaría. Una hora después se fue a casa, caminando como un perro vagabundo que no ha comido en semanas, arrastrando las patas, agachando la cabeza con la mirada hacia el suelo.

A partir de ese día su cine favorito le falló constantemente, casualmente estaba cerrado justo cuando las ganas de ir lo apresaban con más fuerza. Pensó que el cine estaba conspirando en su contra, luego dedujo que era su papá el que iba y lo cerraba todos los días, finalmente culpó a Dios y a su poder para leer su mente y cerrar el cine. Que le caiga un rayo a Dios, musitó. Tres minutos después se arrepintió de haberlo dicho.

Una densa combinación de enojo y tristeza se apoderaban de él cada que imaginaba ese cine cerrado permanentemente. En realidad, ni si quiera sabía por qué era su favorito, quizás no era su favorito, sólo estaba seguro que los otros no eran sus favoritos por lo que sólo quedaba uno que podía ser su favorito, pero no era su favorito, en otras palabras, era el que más le agradaba.

Pasaron unos años y Jesús dejó de ir cada dos días al cine como acostumbraba. Las constantes puertas cerradas lo hartaron y desilusionaron, aparte de que cada vez tenía más trabajo que lo que lo dejaba completamente agotado al salir. Sentía que estaba atorado en un bucle del que sólo podría salir cuando muriera. Entraba a las ocho de la mañana y salía a las cinco, y después a las seis, y luego a las siete, y finalmente a las ocho. Aunque ganaba unos centavos más, eso a él no le importaba.

Una vez intentó ir al cine Azteca saliendo de una jornada de 11 horas; en tres minutos se quedó dormido, horas después lo despertaron porque ya estaban por cerrar.

Una noche le quedaron energías para caminar un poco por la Alameda. Entre el frío y la oscuridad se puso a pensar, hace mucho que no pensaba o, mejor dicho, siempre pensaba pero nunca razonaba y con cada paso que daba una idea diferente invadía su cabeza, volviéndose un mar de aguas turbulentas. Pie derecho, ojalá que me despidan pronto de la zapatería; pie izquierdo, no quiero hacer zapatos toda mi vida; pie derecho, mañana le diré a don Julián que trabajaré menos; pie izquierdo, pero eso va a hacer enojar mucho a mi papá; pie derecho, que se vaya al diablo mi papá; pie izquierdo, ni si quiera lo veo en todo el día; pie derecho, ¿dónde se meterá?; pie izquierdo, no quiero regresar a mi casa; pie derecho, quiero ir al Distrito Federal; pie izquierdo, quiero ver los cines de allá; pie derecho, pero está muy lejos y no sé cómo llegar; pie izquierdo, ¿y si me robo un caballo?; pie derecho, pero no sé andar a caballo; pie derecho, ¿y si me robo un carro?; pie izquierdo, pero tampoco sé manejar; pie derecho, creo que me quedaré para siempre haciendo zapatos; pie izquierdo, aunque la otra vez fue una linda mujer a comprar unos; pie derecho, pero no quiero hacer zapatos para siempre; pie izquierdo, pero me sonrió; pie derecho, pero no le dije nada; pie izquierdo, la voy a buscar; pie derecho, o mejor espero a que regrese; pie izquierdo, ¿y si no regresa?; pie derecho, ¿y si yo no regreso?; pie izquierdo, creo que me alcanza para comprar unos cacahuates; pie derecho, ¿por qué nací en este lugar?; pie izquierdo, ¿siempre será así el cine?; pie derecho, ¿habrá cines en el futuro?; pie izquierdo, quiero una cámara; pie derecho, tal vez vaya al teatro de la paz; pie izquierdo, es bonito, aunque ahí no pasan películas; pie derecho, ¿y si hago un cine en mi casa?; pie izquierdo, aunque en mi casa apenas cabemos yo y mi papá; pie derecho, creo que sí me quedaré haciendo zapatos para siempre.

Jesús ya había caminado un poco por la Alameda, hasta que vio algo que lo interrumpió y como un cuchillo cortó el hilo de ideas con el que fue tejiendo una telaraña en la que se enredaba con cada paso. Se detuvo bajo un árbol a ver cómo de una gran casa situada en una esquina, entraban y salían personas. Algo decían, pero era imposible alcanzar a escucharlos. Lo curioso era que salían de la finca de los Arriaga, un lugar que había estado abandonado durante años, según le había contado su papá. Nunca había visto a una persona atravesar la reja que reguardaba el espacio. Tanto movimiento de piernas levantaba demasiada tierra del piso, por lo que el aire de misterio se incrementaba y parecía que lo hicieran apropósito para guardar su identidad.

Eran unas cinco o seis personas las que se movían constantemente por el exterior y el interior, pero había un hombre parado afuera, estático, bastante alto y con los brazos cruzados, manteniendo la mirada hacia arriba, contemplando únicamente la destruida finca que yacía en la esquina y sonriéndole. Jesús se acercó a él con cautela, tratando de no llamar la atención y de no tropezarse con una piedra que se atravesara en su camino. Cuando estuvo a su lado, sin voltear, el hombre extraño se dio cuenta de su presencia y dijo unas palabras al aire: ¿sabías que aquí venía Juan Sarabia a reunirse con su grupo liberales? Jesús no atrapó la pregunta, así que sólo hizo un sonido con la garganta expresando desentendimiento. El hombre volteó a verlo e inmediatamente captó que el joven que estaba a su lado no tendría más de 20 años y entendió su confusión. Jesús se dio cuenta de que ese hombre no era de por ahí, ni si quiera cerca de ahí, tenía un acento que no había escuchado nunca en su vida. Le preguntó qué estaban haciendo, a lo que el hombre respondió con exagerada presunción: aquí va a ser un cine muchacho, el cine más hermoso que vas a ver en tu vida y del que nunca te vas a querer ir.

En el segundo en el que la palabra cine salió de la boca de aquel extraño, Jesús esbozó una sonrisa digna de una fotografía. Parecía como si esa noticia arreglara sus problemas con los zapatos, con su papá y con Dios. Se quedó enmudecido, sin poder responder. Alguien del interior de la casa le gritó al extraño hombre, de extraña altura y de extraño acento: Carlos, ven a que veas por acá. Y se fue, sin decir nada más. El corazón de Jesús latía al límite y corrió de regreso a su casa, y como siempre al llegar, su padre no estaba ahí.

Los días de Jesús transcurrieron en un tono diferente, como si aquella finca destruida que había pertenecido a la familia de Camilo Arriaga, aquel revolucionario hijo de Benigno y sobrino de Ponciano, se hubiera convertido en un espacio privado, para él y los otros 10 hombres que trabajaban para derribarla, para él y aquel hombre extraño, de extraña altura y de extraño acento, que no volvió a ver sino hasta tiempo después.

El entusiasmo de ver cómo construyen un cine recorría cada célula del cuerpo de Jesús, hasta el punto de no importarle regresar lleno de tierra después de ir a ver cómo iba la obra. La molestia con la zapatería pasó a segundo plano, su padre pasó a segundo plano, las ganas de huir se desvanecieron. Toda su vida se centró en aquella finca destruida y el cine más hermoso que vería en su vida, según le dijeron. El cine tardó en levantarse todo el tiempo del mundo y Jesús lo acompañó durante todo ese tiempo y más. Cuando comenzó a tomar forma, le parecía raro, era como un castillo de esos que sólo le habían platicado en historias, traído de otro continente y ensamblado en su pequeño San Luis, pero a la vez, parecía de aquí, como si lo hubieran construido hace muchos años en esta ciudad, entonces no era ni de aquí ni de allá.

Jesús contó los días y las horas para hacer suyo ese cine, para pedirle a todos que salieran de él y quedarse a solas con ese viejo amigo que había estado esperando durante toda la vida. Y por siempre recordó esa fecha, 27 de febrero de 1941, el día en que abrió sus puertas y Jesús atravesó por primera vez uno de sus ocho arcos para entrar. El cine teatro Alameda, decía en las paredes que anunciaban su apertura.

Una vez más en ese lugar Jesús enmudeció ante tal construcción. Con los zapatos que había hecho él mismo, sintió el azulejo nuevo. Vio las escaleras que llevaban al primer piso, que estaban adornadas con mosaicos de talavera con colores azules y amarillos, traídos de Dolores Hidalgo, Guanajuato. Con la punta de sus dedos índice, medio y anular de su mano derecha acarició la cantera labrada de los arcos, la cual se esparcía por casi todo el cine. Con su nariz percibió el olor que se desprendía de la pintura de los candiles en el techo, hechos en la Fabrica de Candiles Virreinales del Distrito Federal. La fachada estaba basada en la arquitectura colonial de México y Europa, buscando asimilarse a un palacio, pero al mismo tiempo fusionándose con los detalles arquitectónicos que caracterizaban a San Luis Potosí. En la estancia antes de entrar a la sala principal miró hacia arriba y en la pared ya estaba instalado el escudo de armas de la ciudad, con San Luis Rey de pie frente a las minas. A su lado, dos pesados pergaminos con algo escrito en ellos, pero Jesús no quiso detenerse a leer por la presión de entrar rápidamente. Cuando salga, se dijo a sí mismo.

En la taquilla se anunciaba la película Siete Pecadores del director Tay Garnett. Sin pensarlo Jesús se dirigió a comprar su boleto para entrar. Apenas pudo decirle unas palabras al hombre que vendía los boletos, pero consiguió comprarlo y se dirigió a la entrada de la planta baja. Las puertas de madera que cerraban la sala fungían como un portal que, al atravesarlo, Jesús fue transportado hacia otra dimensión, hacia otro mundo a donde él siempre había querido ir, pero pensó que nunca lo haría, hacia un palacio que había creado en sus sueños. Se perdió en la escenografía principal.

Era como estar en un pueblo, un pueblo muy parecido al suyo, una versión pequeña de las plazas en las que solía pasear. Identificó un ventanal barroco que era similar a uno que se encontraba en la capilla de Aranzazu. A los costados había dos balcones en la parte alta del recinto, en uno de ellos había una puerta que llamó su atención por parecerse a una que había visto a las afueras de la Iglesia del Carmen. Era fácil saberlo, como fotografías guardaba imágenes de todos los recintos de la ciudad en su cabeza.

Él se encontraba en la parte baja del cine teatro, la que estaba más cerca del escenario. Arriba estaba el primer piso y más arriba la gayola. Cabrían unas dos mil personas en el lugar. Antes de que empezara la película recorrió la periferia de la sala. Lo primero que llamó su atención fue una particular fuente pegada a una pared, con su marco en cantera y adornada con los mismos mosaicos azules y amarillos que había visto; al centro, la cabeza de un león rugiendo, hecho de cantera. Y en la parte de arriba un nombre: C. Crombé. Arquitecto. Quizá él fue quien hizo todo esto, fue la primera idea que aterrizó en los pensamientos de Jesús.

Se quedó apreciando la fuente al menos cinco minutos, hasta que dieron el anuncio de que iba a comenzar la película. Jesús corrió y se sentó en un asiento vacío de la segunda fila. Una vez que todos estuvieron sentados, salieron dos personas al escenario. Grande fue la sorpresa de Jesús cuando advirtió que uno de ellos era el extraño hombre, de extraña altura y de extraño acento que había conocido aquella noche mientras paseaba en la Alameda. Su acompañante lo presentó como Carlos Crombé, el arquitecto de origen español que se había encargado de diseñar este nuevo recinto.

Los ojos de Jesús comenzaron a tornarse llorosos al enterarse de ello. Cuando tomó la palabra, el arquitecto Crombé dio una larga cátedra acerca del diseño del lugar, no sin antes presentar al hombre a su lado como Alfredo Lasso de la Vega, el famoso empresario de San Luis Potosí que había hecho posible la construcción del nuevo cine teatro, del que Jesús había odio hablar, pero jamás había visto en persona. Hablaron durante un rato y luego dejaron que se proyectara la película de 35 milímetros.

Al salir, una mezcla de perplejidad y parsimonia acechaban a Jesús, quien quería quedarse a dormir ahí, a vivir ahí. Quería respirar todo el aire que estaba al interior de la sala y quedárselo para él solo, sin que nadie más pudiera sentir el aroma de la fría cantera en las paredes. Camino a casa Jesús no podía ser más que el joven de 20 años más feliz del universo, o del mundo, o del continente, o del país, o de San Luis Potosí, o de la cuadra.

De ahí en adelante Jesús iba a ver el cine teatro Alameda todos los días, aunque sólo entraba cada dos, sin importar que se estuviera proyectando la misma película, igual la veía. Su amor por el cine ya no simplemente recaía en la pantalla, sino que ahora era un amante de la arquitectura, de los leones, de los candiles, de los arcos, de los mosaicos, del escenario, de los pergaminos, de las butacas, de las fuentes, de la madera, del señor que atendía la taquilla, de los acomodadores, de quienes barrían y limpiaban, de Carlos Crombé y de Alfredo Lasso.

Ese día Jesús dejó de volar y aterrizó en un asiento del cine teatro Alameda.

Al cabo de veinte años Jesús seguía disfrutando del cine teatro Alameda como aquel primer día, pero iba con menos frecuencia. Las responsabilidades lo amarraron y le imposibilitaron ir como cuando era joven. Don Julián murió, no sin antes heredarle su zapatería a Jesús, que para él era el hijo que nunca tuvo y que sabía que podía hacer zapatos mejor que nadie en San Luis, o en el país. El joven Jesús nunca dejó que don Julián supiera de su desprecio hacia los zapatos y aceptó el negocio con gratitud, a fin de cuentas, de ahí sacaba dinero para ir al cine.

Jesús tuvo un hijo, no recuerda con quién, pero lo tuvo y fue criado como él, sin madre, pero no dejó que recibiera la misma indiferencia que su padre le daba cuando lo dejaba todo el día en la zapatería al cuidado de don Julián para irse sabe a dónde, con sabe quién, que después de unos años desapareció y no volvió nunca a su casa. Quizá habrá muerto de un balazo o se lo habrán comido los perros, cualquier de esas opciones era aceptable para Jesús. Cuando su hijo nació, comprendió la diferencia entre su padre y don Julián.

Y el hijo de Jesús se llamó Julián, en honor al hombre que lo cuidó durante más tiempo que nadie. Y Jesús y Julián iban cada cuatro días al cine. Y Julián lloraba, pero al entrar al cine teatro se calmaba. Y Jesús lloraba viendo las películas, pero al ver a Julián dejaba de llorar. Y a veces cerraban temprano la zapatería para ir al cine. Y compraban tortas para comer adentro. Y también veían obras de teatro. Y ambos amaron el cine y el teatro. Y veían películas que a veces no entendían. Y las volvían a ver. Y las volvían a ver. Y las entendían. Y sufrían los días que el cine cerraba. Y reponían los días que faltaban. Y Julián aprendió a hacer zapatos mejor que su padre. Y la zapatería dejó de vender como antes. Y los zapatos dejaron de ser como antes. Y la gente dejó de ir al cine. Y se descuidó el cine teatro. Y nadie sabía de Alfredo Lasso. Y tampoco de Carlos Crombé. Y la hermosa cantera que lo componía se quebró por dentro. Y los asientos se llenaron de polvo y el techo se caía a pedazos. Y el nombre de Carlos Crombé se partía por la mitad. Y el león bajo su nombre dejó de rugir. Y las películas dejaron de llegar. Y el teatro se volvió un fantasma y Jesús enfermó. Y un virus lo invadió, del estomago hasta los pies y luego hasta la punta del más largo cabello. Y no había dinero ni si quiera para saber qué tenía. Y fueron cada quince días al cine. Y luego cada veinte. Y luego ya no iban. Y Jesús a veces paseaba afuera de su casa. Y luego ya nunca paseaba. Y Jesús caminaba hasta su zapatería. Y luego nunca más volvió a ver su zapatería. Y Jesús a veces se levantaba de su cama. Y luego ya nunca más se levantó. Y Jesús cumplió 70 años y no volvió a cumplir más. Y el cine teatro Alameda cerró.

Eran los años noventa cuando el cine teatro Alameda quedó desolado y cada que Julián lo veía no podía dejar de ver también a su padre. Ya sin su zapatería, aquel lugar era el único recuerdo que le quedaba de aquel viejo que se enamoró de ese pequeño palacio de San Luis. Se hizo carpintero para sobrevivir, pero nunca fue tan bueno con la madera como con el cuero. Trabajó de vez en cuando como bolero y les daba compostura a los zapatos de sus conocidos.

Fue en el 2006 cuando, con casi 50 años, Julián se impresionó al ver abierto lo que solía ser el cine teatro Alameda y a algunas personas caminando en su interior. Se acercó y preguntó qué estaban haciendo, temeroso de que se aproximara su demolición.

Se va a remodelar el teatro para abrirlo, le respondió un hombre extraño, de extraña altura, pero no de extraño acento.

Y Julián sonrió.

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