María Ruiz
Las puertas del Asilo Macondo, ubicado en la calle Guadalupana 145 en San Luis Potosí, se abren con un crujido suave, como si cada bisagra susurrara una historia. Al cruzarlas, el bullicio del mundo exterior se apaga, y nos recibe un espacio donde el tiempo parece avanzar con una calma particular, entre risas suaves, miradas nostálgicas y manos que tiemblan ligeramente al extenderse en un saludo amistoso.
Aquí, cada residente tiene una historia que contar, un relato que se despliega entre pausas y silencios. Es diciembre, a un día de la navidad y la señora María Pía, por ejemplo, nos cuenta que sueña con una chamarra rosa para abrigarse este invierno. Graciela, siempre impecable y con una elegancia natural, susurra con complicidad que le encantaría recibir joyería de fantasía para sentirse “guapa y arreglada” en las fiestas navideñas.
Y están también Evangelina, quien sonríe tímidamente al decir que solo quiere una dotación de dulces, o Juan, que lleva una gorra gastada y pide otra nueva para cubrirse del sol durante las tardes en el patio. Juanita, por su parte, habla con emoción de los chocolates Costanzo, un dulce que para ella representa más que un antojo: es un pequeño lujo que le recuerda tiempos más dulces.
Esos son los deseos de algunos de los 56 adultos mayores que se refugian en este espacio, y quienes, a pesar de su edad, siguen teniendo la ilusión no solo de tener un regalito para estas fechas, sino algo de compañía que aligere la soledad de sus días.
Macondo no es solo un refugio para los cuerpos cansados de la vida, sino también un espacio donde el amor y la compañía son la verdadera medicina. “Lo más valioso que se puede aportar aquí es el tiempo”, señalan.
Y es cierto. Más allá de los regalos materiales, lo que realmente ilumina los ojos de los abuelos es sentirse vistos, escuchados y acompañados.
Cada año, en diciembre, el asilo se viste de fiesta para celebrar su tradicional posada. Esta no es solo una reunión, es un acto de amor colectivo donde la generosidad de la comunidad se hace presente. Dulces, gelatinas, pantuflas, chamarras, aretes… cada pequeño detalle tiene un destinatario específico, un nombre, un rostro que se ilumina al recibirlo.
“Organizar la posada no solo significa llevarles algo material, sino también darles un pedacito de nuestra atención y cariño”, mencionan quienes realizan labor social en este refugio.
Pero Macondo no solo abre sus puertas para los abuelos. En fechas especiales, como la posada del comedor comunitario, el cual se dispone por las noches a las afueras del jardín de la plaza Aranzazú, el aroma de la barbacoa inunda el aire y las mesas se llenan para recibir a personas en situación de calle o con dificultades económicas. Aquí nadie se va con el estómago vacío, pero, sobre todo, nadie se va sin sentirse valorado.
Macondo necesita manos, corazones y voluntad. Puedes apadrinar a un abuelo, donar dulces, ropa o simplemente pasar una tarde con ellos. Porque, como bien dice Saúl, lo más valioso que puedes ofrecer no cuesta dinero: tu tiempo.
Y ahí, en ese momento, entendemos que Macondo no es solo un asilo, es un hogar donde cada pequeño gesto, por mínimo que parezca, tiene el poder de transformar una vida.