Un hombre feliz

Ratero confeso, adicto rehabilitado, abusivo en proceso de reparación, culpable en trámite y deconstrucción. Pero ante todo, un hombre feliz.
Saúl Montenegro Mendoza, un día de agosto del 2023, en algún lugar del barrio Tlaxcala, SLP. Foto: Caro Quintanilla.

Blakely Morales Cruz

Fotografías: Caro Quintanilla y Archivo Rodolfo Solís “Frijol”

En la Comunidad Terapéutica, los internos lo identifican como “el padrino”. En el programa comunitario de atención, y desde la tradición de AA para el tratamiento de adicciones, padrino es la persona que acompaña, que ofrece escucha activa. En Vista Hermosa, Saúl Montenegro es también el que gestiona el techo y el pan. Tiene tres reglas de convivencia: no sustancias, no relaciones sexuales y no mentiras.

Se ha convertido en el rostro de la causa de los inexistentes, de los sin nombre; de los sin casa; de los habitantes del borde de la sociedad: enfermos esquizofrénicos con las caderas rotas, adultos mayores tratados como parias, mujeres consumidoras víctimas de violencia, jóvenes destrozados por el animal que se alimenta de las adicciones humanas.

Su historia es compleja, por eso a cada pregunta tiene una anécdota que resuelve, que dota de sentido. Cada vez que converso con él pienso en la escena de Shrek, cuando el ogro le explica al burro la hipótesis acerca de que las personas somos como las cebollas.

En la oficina del hombre feliz

Tres perros custodian el lugar: Jana, Luna y Canito. La cariñosa, la huraña, y el juguetón. Afuera, el piso siempre está mojado y una manguera cruza el patio, igual que un hombre en silla de ruedas, de un lado a otro. Dos hileras de libros acomodados en repisas contornean el cuarto: el hombre feliz es, pese a todo, un hombre informado.

El busto de un indígena cuelga en la pared frente a él y acapara la atención. Dice que “una vez una señora entró y se espantó” al mirarlo. No es para menos, el rostro es de curtido artesanal, cubre una cabeza perfectamente real: un guerrero ataviado de plumas que porta una insignia en el pecho; sus ojos, de un cristal ámbar translúcido, profundamente expresivos, transmiten enojo y tristeza al mismo tiempo. Saúl ve en él a sus antepasados guachichiles, sus narices los delatan. No lo dice pero parece su custodio, su vigilante.

Él ocupa una silla negra, ejecutiva, de rueditas. Su escritorio es un mueble reciclado, grande y viejo; a su derecha, conserva un mono cabezón de Tin Tan con la dentadura exagerada, una botella cerrada y tres fotos de tres distintas épocas de su vida. En la primera, aparece emocionado cargando un bebé, su nieto. En la de en medio está inconsciente, tumbado en un sofá con una borrachera de días o semanas.

En la tercera, está abrazado y sonriente al lado de un hombre canoso de lentes, su “padrino”: el sujeto que lo encontró desnudo, aquella ocasión en un billar en la calle de Chicosein, a finales del año 1986 y que le compartió el mensaje de los Alcohólicos Anónimos. Era como su verdadero padre, comía en su casa, con su familia y terminó sus días en la comunidad.

Saúl Montenegro en la oficina de la Dirección General de la Comunidad Terapéutica Vista Hermosa. Foto: Caro Quintanilla.

En La camisa del hombre feliz, León Tolstoi narra la historia de un rey que enferma y nadie sabe de qué; un trovador (un influencer de aquellos años) le aconseja, para recuperar la salud: ponerse la camisa de un hombre feliz. El rey promete toda su riqueza, al que sea capaz de conocer al hombre más feliz sobre la tierra. Cuando los emisarios finalmente lo encuentran, regresan al reino con una mala noticia: el hombre feliz no usa camisa.

Nuestro hombre feliz lo que no usa es ropa interior. En una primera entrevista, desde esta oficina, Saúl Montenegro Mendoza (26 de marzo de 1963, SLP), hace la revelación de un rasgo agreste de su personalidad: no le gusta usar calzones.

–¿Ahora mismo no traes calzones?

–Ahorita, no.

El dato es relevante porque en aquellos últimos días del 86, cuando su alcoholismo tocó fondo, unos weyes del barrio lo desnudaron en la esquina de Otahegui y Guadalupe Victoria, donde solían juntarse. Lo agarraron dormido en la banqueta, y se agarraron corre y corre, muertos de la risa. Saúl fue tras ellos pero no los alcanzó. Hacía un frío de la chingada. Se refugió en ese billar que estaba en la esquina de Chicosein, donde actualmente existe un puesto de jugos.

Hombre feliz es, para variar, uno de sus apodos, aunque el menos conocido. El dueño del billar, Don Víctor, le decía así porque siempre lo miraba en el cotorreo, hablando en doble sentido y despreocupado, desprendido. Al verlo llegar en porretas, le dijo en tono paternal: “¿Pero cómo, hombre feliz? No ande haciendo eso, hombre feliz, usted no es así”.

Saúl había pasado la Navidad borracho. Unas semanas después se integró al grupo AA de la Alameda, con los famosos “perros sin dueño”, una escuela de doce pasos influenciada por el “movimiento fuera de serie” que, como su nombre lo indica, se dedicaba a hacer cosas fuera de serie para dejar de beber. La regla para pertenecer, era comprometerse desde el día uno a no probar gota de alcohol.

Montenegro lleva desde entonces treinta y seis años sobrio.

Su consumo comenzó como un juego. Amigo de toda la vida y compañero de cualquier cantidad de aventuras, Rodolfo Solís “el Frijol”, un hombre menudo, dos años mayor, de actitud bonachona, me cuenta que un día se metieron a la casa de alguien en el barrio, se sentaron a la mesa, se pusieron sacos y corbatas y tomaron tequila, jugando a ser grandes a los trece y quince años.

Una época oscura

Un domingo del 2023, visitamos El Kasbah, escisión del antiguo Montecillo, atrapado entre las vías del tren y una barda, donde vivió y creció nuestro hombre feliz.

Un comerciante libanés le encontró parecido al barrio con las ciudades amuralladas de África septentrional, y así lo llamó. Hoy es una colonia perfectamente abierta al centro de la capital de San Luis Potosí, pero previo al cambio de siglo, sólo tenía una entrada para carros y la gente cruzaba a pie, por el extremo sur hacia la Alameda, de donde salían entonces los autobuses de la ciudad.

Saúl nació ahí, en el abismo de la pobreza. Su infancia transcurrió entre migrantes, viajeros, personas en problemas con la ley, boleando las zapatillas de las prostitutas en la zona de tolerancia, al otro lado de las vías del tren. Apenas entra al barrio, se encuentra con dos amigos de aquella época: “El Lobo” y “El Rober”, que lo saludan con uno de sus apodos más antiguos: “Viernes”, como el compañero de Robinson Crusoe y porque no le gustaba bañarse.

Es curiosa la manera como funciona el consenso social en torno al sobrenombre de una persona. Saúl acumula más de una docena, la mayoría en alusión a su mandíbula pronunciada y sus dientes grandes: Tiburón o Hawks, le dijeron cuando salió la película; caballo, quienes de plano querían insultar enserio; Ho-Zico, en honor a un futbolista brasileño. Pero cualquiera que pregunte entre los payasos viejos y algunos teatreros, por el popular Trompochín, seguro lo recordará, ese fue su apodo más conocido.

También ha sido El tranzas y de niño le dijeron Don Bisco, por una playera que usaba del Colegio Salesiano con la cara de Don Bosco en la espalda. Un apodo por cada faceta de su vida. Un apodo por cada capa de la cebolla.

La circunstancia de un padre ausente y una mamá ocupada en alimentar cinco bocas, sacó a Saúl a la calle desde muy pequeño a buscar, más que comida, sustento. Lo encontró, aunque el camino ha sido largo y llegó hasta hoy, con sesenta años, un poco endeudado con la vida. Un día, andando de vago por la estación del ferrocarril, junto a otro se robó un costal de dólares. Cayó en la tutelar para menores.

–¿Alguna vez has estado en la cárcel?–, me pregunta el mismo domingo dando vueltas por las destruidas calles del barrio de San Miguelito. Le respondo que no y me explica que allá adentro, hay que rifarse sí o sí. La cárcel es la cárcel: para menores, para mayores, para mujeres, no hay distancia. La primera vez que estuvo encerrado, recuerda que todavía hacía pipí en la cama.

Su padre, que no escapó, ni desapareció, simplemente fue un gandalla con varias familias que iba de vez en cuando para pedir de comer, se negó a reconocerlo y a responsabilizarse por el niño de diez o doce años que, como el Perro Callejero de Valentín Trujillo, perseguía con fervor el oficio de la delincuencia.

–Fui un ratero muy abusivo; pregúntale a quien quieras en el barrio.

Intuyo que el abandono de su padre le marcó una herida determinante aunque él se muestre indiferente. La última vez y de las pocas que conversó con el señor Montenegro Almanza, nuestro hombre feliz recuerda que el viejo le presumió a sus hijos: uno que era metalúrgico, otro catedrático, uno que trabaja en Estados Unidos en el estadio de los Yankees y le mandó una gorra, y otro más que tiene centros de rehabilitación…

Sin recordar que era él, le preguntó: “¿Y tú quién eres?”. A un año de la muerte de aquel hombre y frente a una taza de café, cuestiono sobre ese dolor indescifrable y por qué parece tener un pozo donde lo avienta, y me responde:

–Es que no lo necesito. Cada dolor se va con el tiempo, pasa el tiempo y se te olvida.

Montenegro dejó de robar, según su narración, justo cuando dejó de beber, a los veinticuatro años. Lo último fue una bicicleta debajo del puente Universidad. Pero la vez que duró más tiempo tras las rejas fue a los quince, cuando lo agarraron con un paquete de marihuana.

—En esa ocasión una comadre de mi mamá fue la que me sacó pagando una fianza de 10 mil pesos—, me explica. La comadre entró a verlo y lo regañó, le dijo que lo hacía como un favor especial para su madre, la señora María de los Ángeles Mendoza, y que el dinero él se lo tenía que devolver.

—Nunca le junté ni diez pesos— confiesa, cuarenta y cinco años después. Tras ello anduvo mucho tiempo intranquilo, asustado, pensando que iban a ir por él para encerrarlo de nuevo o para matarlo. Nuestro hombre feliz vivió momentos muy oscuros.

En su casa, una construcción vieja en la calle de Jiménez, en el Kasbah, su fiel compadre Frijol, muestra las fotos que guarda en una caja de zapatos. En muchas aparece Saúl; jugando futbol, de viaje a convenciones de AA y andando en “la payaseada”, como le dicen al oficio que aprendieron juntos, les dió algunos años de trabajo y del que salieron con algo de gloria.

Los payasos Trompochín y Frijolito, Saúl Montenegro y Rodolfo Solís, en los años noventa. Foto: Archivo de Rodolfo Solís El Frijol.

Una en particular llama mi atención: están con otros dos del barrio, El Frijol parece hablar apasionadamente, el de al lado suyo se empina una botella y otro de blanco pasándole el brazo a Saúl por el hombro; nuestro hombre feliz sostiene una cuba en la mano izquierda y tiene cara de haber visto un muerto. En todas las demás fotografías del archivo de Rodolfo Solís, Montenegro aparece cómodo, sonriente, emocionado, excepto en ésta, tomada en algún momento del 26 de diciembre de 1986, el día que recuerdan como la última borrachera de sus vidas.

Saúl Montenegro (de gafas y chaqueta) y Rodolfo Solís (de camisa a cuadros), beben alcohol junto a dos cuates del barrio, el 26 de diciembre de 1986. Archivo Rodolfo Solís El Frijol.

Mirando las fotos del archivo de Rodolfo Solís “El Frijol”, el hombre que lo conoce desde niños, le pregunto:

–¿Qué tanto cambió Saúl a partir de que dejó de beber?

–¿Que si cambió? No, siguió siendo el mismo.

Asumo que se refiere a que siguió siendo el mismo despreocupado.

El movimiento del hombre feliz

Lo conocí en 2022 en un juicio público donde participó como testigo. Se presentó al tribunal como director de la Comunidad Terapéutica Vista Hermosa y alcohólico rehabilitado. Su apariencia como de hippie trasnochado, con el pantalón arrugado y una camisa amarilla de flores percudidas, abierta hasta la mitad, con el pecho rojizo al aire, me hizo dudar de que llevara, como dijo entonces, más de treinta años sin beber.

Una noche fría de enero supe que fue un prejuicio. Frente al Teatro de la Paz, decenas de sus “ahijados” asistieron a una reunión abierta que, al mismo tiempo, fue la celebración de un año más de sobriedad del padrino y el colofón de un ejercicio performativo al que Montenegro llamó “Clausurados”.

La política pública en torno a los anexos y centros de rehabilitación endureció tras dos accidentes que cobraron vidas de jóvenes adictos. El gobierno adoptó una medida de cierre y clausura que a Saúl le pareció poco asertiva; como ejercicio de propuesta más que de protesta, ideó volver al origen: clausuró simbólicamente uno de los cuatro centros Vista Hermosa y convocó a chavas y chavos de la comunidad, diciéndoles: “Necesito a los más vergas, que no se vayan a rajar, para irse a vivir conmigo una semana a la calle”.

Su método es la autenticidad, el lenguaje coloquial y la forma franca de decir las cosas. Por eso cuando le preguntaron que si no tenía miedo de que los adictos se dieran a la fuga andando en la calle barriendo las banquetas, él respondió:

–Si se quieren ir, que se vayan, a la verga.

Una persona que ha desmenuzado la personalidad de nuestro hombre feliz, pero que ha pedido el anonimato, me dice que esa es una de sus palabras favoritas: “Le gusta mucho la expresión me vale verga”.

Del centro de hombres se han escapado varios internos, algunos regresan, otros se quedan en el mundo real a morir. Uno se fue, robándose una camioneta de la organización. Don Mario Ávalos, el administrador, recuerda en su oficina de paredes azules, en el centro de internamiento de Justo Corro, donde viven y conviven unos noventa varones, que en aquella ocasión instó a Montenegro a poner una denuncia.

El hombre feliz insistió en que no, porque pensaba que, de alguna manera, “estamos abonando un poquito a todo lo que debemos”. Vista Hermosa es su manera de redimirse.

Un jueves de agosto, nublado y con chubasco, Saúl se ha preparado para unas fotos, con un pantalón de vestir con la rayita bien marcada, y una camisa lisa, azul cielo institucional, insistentemente abierta hasta la mitad, con su credencial de director general de la Comunidad Terapéutica Vista Hermosa en un ojal, y al cuello la cadena con una cruz cristiana que le regaló una ex.

Ofrece un recorrido por las cuatro sedes, comenzando por el Asilo Macondo, un refugio o lugar de acogida y descanso, con una población de cuarenta personas, donde todos los días son días de limpieza y a cualquier hora los tendederos están ocupados con cobijas, colchas y sábanas, que escurren desde los barandales del segundo piso.

Los viejos ven la tele o toman el almuerzo y conversan; en un cuarto oscuro al fondo, se conservan las urnas con las cenizas de la gente que ha muerto ahí, y que no han tenido quien las reclame. En otro se guardan las pastas, los granos, las gelatinas, el papel de baño (mucho papel de baño) y demás insumos.

Bodega del Asilo Macondo. Foto: Caro Quintanilla.

–Aquí el de arriba viene y llena todo esto de comida.

“El jefe” y “el de arriba”, son expresiones que nuestro hombre feliz utiliza para referirse a Dios, y aunque lo dice con ironía, es cierto: Saúl recibe para después repartir. Es un ser humano abundante, desde antes de que la abundancia se volviera moda en Instagram. Es como un influencer pero al revés. Tan desapegado de las personas y de los objetos, que su actitud despojada y hasta sinvergüenza resultan un imán.

Es posible que su facilidad para el desinterés, sobre todo en lo material, sea por una razón, y esa es que sabe que algo más grande está por llegar. No es abnegado pero tampoco se le puede encasillar en la imágen “típica del filántropo”. Más bien es como un Robin Hood de moral cuestionable, en proceso constante de reflexión y aceptación sobre su condición humana. Afirma no tener una sola propiedad a su nombre.

Su abundancia tampoco significa que no tenga que agarrar tomates y papas entre toneladas de verdura pasada, o mandar a sus ayudantes a escoger entre las leches caducas en los lotes del DIF para darle de comer a su gente. En las sedes de Vista Hermosa, casi doscientas personas comen al menos dos veces al día. Diríase que sucede de milagro. Yo digo que es una mezcla de suerte y bendición.

Termina el almuerzo en el Asilo Macondo. Foto por Caro Quintanilla.

“Al puro chingazo…”

–¿Has dejado más tÚ? ¿o te han dejado más a ti?–, le pregunto a nuestro hombre feliz una tarde en su oficina, cuando llegamos a la conversación acerca de su relación con las mujeres.

–Creo que yo, he sido el que ha dejado más.

Ahí lo confirmo: la misma distancia que guarda con las cosas, es la que tiene con las relaciones sentimentales. Estuvo casado una vez, luego vivió diez años con una segunda pareja con la que formó otra familia, y en ambas relaciones tuvo dos hijos. No le ha hecho falta la compañía ni el amor filial, ni el carnal. Otras voces me afirman que Montenegro depende de un fuerte matriarcado, el de su mamá y sus tres hermanas.

–No las ve muy seguido pero sí las tiene muy presentes. Ellas lo apoyan muchísimo–, me confía el anónimo mientras se toma una smoothie de chocolate. 

Saúl se define como uno de esos hombres que más ha disfrutado los fracasos, que como Martín Urieta el autor de “Mujeres Divinas”, no sufre por nadie, que no acostumbra llamar a sus exes tras un rompimiento, y que igual que el finado cantautor de la voz espantosa, eso no quiere decir que no planee volver a enamorarse, “si es lo más bonito que hay en la vida”.

El anónimo difiere. Piensa que la herida del abandono paterno, ha devenido en síndrome y que aquello que nuestro hombre feliz presenta como una cualidad, en realidad es una expresión de su más grande temor: abandonar antes de que lo abandonen a él.

–A Saúl le duele cuando un alcohólico se va. Le duele. Él dice que no, pero sí le duele.

Su personalidad podría apasionar a los científicos de la psicoterapia, en él se reúne lo más ambigüo y su ser bordea el límite entre el bien y el mal. Quizá por eso no necesita hacer demasiado para que la gente lo siga y que, como un encantador de serpientes, los chavos y las chavas lo obedezcan, y que el equipo de colaboradores y servidores de los centros Vista Hermosa, le guarde respeto y fidelidad. A excepción de uno.

Un miércoles por la tarde noche está todo listo para una charla más en la sede principal de Vista Hermosa, en Vallejo 885, en el barrio San Miguelito, en el Centro de San Luis Potosí. Las sillas, el tapanco, solo falta el audio (la bocina y el micro), y mientras lo gestiona desde su escritorio, Saúl responde una segunda entrevista.

Casi terminamos cuando entra don Mario Ávalos, el administrador de la organización, un hombre moreno de bigote canoso y tupido, de ojos rasgados y peinado de ladito, y me pregunta:

–¿Para cuándo sale el artículo? A ver si nos ayuda para una buena donación.

Contesto que pronto. Al fondo, sentado frente a la computadora, Armando, otro de los colaboradores cercanos del padrino, un hombre de rostro circular, rechoncho y de presencia afable, comenta con el grupo, reunido en torno al escritorio:

–Es que no ha encontrado nada escabroso de Saúl, por eso no quiere escribir sobre él.

Yo me río porque en parte, es verdad. En eso, Montenegro me recomienda:

–Si quieres a alguien que hable mal de mí, platica con El Depo.

Depo, abreviatura de “El Deportista”, es el subdirector de Vista Hermosa, y lo más parecido a una oposición a Saúl dentro de la comunidad; de estatura media, muy sencillo para vestir y complicado para expresar. Lo busco, pero no señala directamente a Montenegro, salvo de ser un ególatra, defecto que de hecho, el hombre feliz admite.

Detecto que algo está roto entre ambos aunque lo niegan. Depo, Jesús Cruz Heredia, de 63 años, alcohólico en rehabilitación, piensa que Saúl es un buen líder pero no sabe delegar. Por otro lado, acepta que la comunidad le ha dado mucho, y reconoce que: “Sin la fuerza de ese señor, ninguno de nosotros estaríamos aquí”. No se atreve a firmar una sola historia negativa o perjudicial sobre Saúl Montenegro Mendoza, pero con cierta aversión en su voz me dice:

–Todo caerá por su propio peso.

Entiendo que si algo se oculta de nuestro hombre feliz, puede ser ilegal o inmoral, o ambas. Sin embargo, no son pocas las personas que meten las manos al fuego por él, por su causa, y por la neutralidad que requiere una organización que trabaja con dealers o halcones en retiro, con asesinos y violadores en potencia. Eso también lo entiendo y hasta ahí me quedo. No sé si quiero saber más.

Saúl Montenegro toma una llamada. Foto por Caro Quintanilla.

Saúl reconoce a la actual, como la mejor época de su vida hasta ahora.

–Yo estoy aquí tratando de dilucidar qué onda con tu felicidad. Pero no sé si a tí, realmente la felicidad sea algo que te importe— le planteo, a punto de terminar la segunda entrevista.

–Cómo no, como a cualquiera, y creo que, en mi caso, eso tiene mucho que ver con la tranquilidad–. Me responde recordando que algún tiempo anduvo temeroso, en la oscuridad.

Como dije, Saúl resuelve su propia narrativa con anécdotas. Entonces me cuenta de la vez que alguien le propuso un negocio:

–Me dijo: “tú me entregas tu credencial de elector y yo te pago 500 pesos semanales”. “¿Pero qué vamos a hacer o qué?”. “Vamos a facturar”. Le dije que no me interesaba y el señor me preguntó: “¿Pero por qué, güey? ¿Qué te pueden quitar, Saúl? Mira el pinche carro viejo que traes. ¡A mí sí! Mira la camioneta que traigo, mira la casa en la que vivo”.

En ese tiempo estaba muy pesado atravesar la colonia Santa Fé, ahorita ya no tanto. –Continúa Montenegro. –Yo le decía: “¿Qué te parece si nos vamos caminando y atravesamos la Santa Fé ahorita?”. Diez, once de la noche, “¿Jalas?”. “¡No! ¡No mames!”. Eso es justamente lo que me quitan. Vieras lo feliz que soy así: atravieso por cualquier lugar y no hay quien me diga “eh güey, ese güey me debe”. Sí debo, debo un chingo, todo lo que hice y todavía tengo todo en trámite, a eso no me niego y seguramente lo tendré que pagar antes de irme.

Conversar a fondo con Saúl Montenegro Mendoza requiere paciencia. Su celular suena cada tanto; en realidad a toda hora. Si no es el chavo de la comunidad atorado en un encargo, es la urgencia de una familia; una funcionaria del DIF buscando refugio para una abuelita abandonada, o la madre afligida que pregunta por su hijo interno.

Contesta con tono sereno o una mentada de madre, según la ocasión. O con una frase muy suya, estoica y certera, que es respuesta elaborada para cuando le preguntan cómo estás:

–¡Al puro chingazo, fíjate! Quién sabe a qué se deba… –.

Pienso que detrás de esa actitud desenfadada y constantemente plácida, se oculta algo más, algún dolor indecible o un pecado inconfesable. Estoy seguro que la redención o la reivindicación, tampoco pueden venir sin claroscuros.

Pero salvo las fechorías, los robos, las metidas de pata y las infidelidades, los hechos sobre su vida pública y privada que compartió conmigo, Saúl Montenegro Mendoza no hizo más confesiones, aunque sin duda cada vez que converso con él, compruebo la hipótesis del ogro: las personas somos como las cebollas: tenemos capas. El origen de su inquebrantable felicidad, seguirá siendo por ahora, un misterio. Solo sabemos de Saúl Montenegro Mendoza, que es un hombre feliz al que no le gusta usar calzones.

O solo que fuera por eso.

Saúl Montenegro Mendoza, un día de agosto del 2023, en algún lugar del barrio Tlaxcala, SLP. Foto: Caro Quintanilla.
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