Antonio González Vázquez
En estos días en que la epidemia de COVID-19 se encuentra en situación de riesgo alto persisten hábitos antihigiénicos que no tienen razón de ser. No se puede utilizar el cubrebocas para después arrumbarlo como quien tira una pañuelo desechable puesto que el riesgo de contagio está latente.
En un asiento de la unidad número 6515 de la ruta 18, alguien decidió abandonar su cubre bocas cargado de bacterias. Una sorpresa ciertamente siniestra para el pasajero que quisiera sentarse.
De color azul y delgadas cintas de goma, ese cubrebocas no médico tiene una utilidad de solamente tres horas. Su valor protector es fugaz y luego se convierte en factor de riesgo.
El solitario pasajero que viajó en ese asiento, tuvo la virtud de ahuyentar a los pasajeros de esa unidad que voltearon a ver los espacios vacíos y se siguieron de largo con justa razón ante el hecho desconocido de si quien lo había usado estaba enfermo de algo o no.
Las autoridades de sanidad de México consideran que el cubrebocas implica incluso un riesgo de autocontaminación si no se utiliza correctamente, puesto que no sólo contiene las bacterias que arroja el usuario con su aliento y salivación, sino también porque se le manipula con las manos o se le cuelga como un collar en el cuello, lo cual contribuye a hacerlo un objeto contaminante y potencialmente portador de bacterias.
Ese cubre bocas que dejaron sembrado en el asiento de esa unidad del transporte urbano es la silente imagen de uno de los peores hábitos que tenemos con respecto a deshacernos de lo que ya no nos sirve y tirarlo donde se nos antoje.
La organización Mundial de la Salud ha recomendado el uso de cubrebocas en espacios comunitarios, como lo es el transporte público, ya que representa una disminución del riesgo en la exposición potencial con personas infectadas antes de que desarrollen síntomas.
El pasajero que utilizó el cubrebocas en esa unidad de la ruta Pavón-Centro, hizo lo correcto, pero después hizo lo que no debería hacer al poner en riesgo a los demás. No lo echó abajo del asiento, lo colocó encima como para exhibir su hábito en la suciedad.
Hay gente así, gente que actúa contra las normas, que no respeta las leyes ni las reglas y que muchos menos va a respetar a los demás.
Pero como en este caso, hay otros responsables, tal es el caso de la Secretaría de Comunicaciones y Transportes que, se supondría, está revisando que las unidades del transporte urbano se mantengan limpias en el momento en que están en servicio.
Cuando los días de la sana distancia buena parte del transporte público lucía impecable y hasta olían a limpio de sanitizante, jabón y aromatizantes, no se ocupaban todos los asientos y los operadores se ufanaban en tener impecables las unidades en beneficio de los usuarios.
Eso es historia.
Ahora muchos están tan sucios como antes y los operadores desavenidos como antes de la limpieza como medida preventiva, no estética.
La etapa de la nueva normalidad en la que nos encontramos obliga a todos a ser mejores ciudadanos y a los prestadores de servicios a ser más cuidadosos de las normas, así como a las instituciones públicas a ser más exigentes en la implementación de medidas frente a la emergencia.
Parecería que a muchos les tiene sin cuidado la epidemia.
Minutos después del mediodía de hoy, cuando aborde la unidad y observé ese cubre bocas ocupando uno de los asientos, pensé que seguramente el operador de la unidad lo retiraría a la basura a la brevedad, pero no sería así, pues dijo que ni se había dado cuenta y que, en todo caso, le toca limpiar el camión a medio turno, a eso de las tres de la tarde.
Más o menos en esos instantes, en la sede de la Arquidiócesis de San Luis Potosí, el padre Juan Jesús Priego declaraba ante los reporteros acerca de darle un jalón de orejas a quienes se mantienen incrédulos ante la epidemia.
Como están las cosas en San Luis Potosí, todo hace indicar que el jalón de orejas tendría que ser por millares, tanto para incrédulos como para irresponsables.