Por Victoriano Martínez
La LXI Legislatura, la de la ecuación corrupta, se caracterizó además por una voracidad de los entonces diputados por apropiarse de recursos públicos por la vía de simular apoyos sociales con la presentación de comprobantes de las entregas con facturas falsas, esas que hoy ya son delito de seguridad nacional.
Los integrantes de la LXII Legislatura no están libres de esa voracidad, pero ante la exhibición de que fueron objeto los diputados anteriores, han tenido que usar la imaginación para crear vías con las que pudieran lograr ese mismo objetivo, pero sin los riesgos de una exhibición pública.
Han fallado. No en emprender esos actos vergonzantes para sacarle toda la ventaja a la cuota de poder, al acceso al erario y al tráfico de influencia que temporalmente les ha caído, sino en hacerlo de manera que no se note y no se vuelva escándalo.
Encontrar resquicios en apoyos legislativos y de asesores para reponer incluso el ajuste salarial provocado por la austeridad republicana, sólo parece haber sido la voz de arranque para una de las vías que han encontrado para canalizar su voracidad por aprovecharse del erario.
Hoy, una de las características de esa voracidad es jalar el erario para que caiga en los bolsillos de los cuates. Si de ahí se logra, vía moches, que se canalice a los propios diputados, objetivo logrado.
Un esquema implica redes, y unas redes en las que necesariamente puede surgir una fuga de información. A la denuncia de Paul Ibarra por los moches que le pedía la diputada Alejandra Valdez hoy se suma la confesión de una aviadora que da testimonio de la forma de operar la flotilla y de sus operadores.
Dos representantes de lo que fue la coalición Juntos Haremos Historia como los principales protagonistas, Gabino Morales y Edson Quintanar, con actitudes hasta caricaturescas de un diputado enamoradizo que, lejos de hacer historia, hoy exhiben una voracidad que hace historieta, estilo Libro Vaquero.
Si bien dice el refrán que en arca abierta hasta el justo peca, lo cierto es que tal condición se vuelve la mayor prueba que deben superar quienes acceden a cualquier cargo público, sobre todo después de haber transitado por una campaña electoral en la que se ofreció el combate a la corrupción y, ya electos, dignificar al Congreso del Estado.
El reto es que puedan realizar todas sus actividades, absolutamente todas, con medidas de transparencia incluso más allá de las que la Ley les obliga en su catálogo de obligaciones de difusión de oficio para poder considerarse verdaderos servidores públicos.
Que el cumplimiento mínimo de sus obligaciones legales de transparencia –que cumplen a regañadientes– les impida esconder sus actos vergonzantes, es apenas una pequeña ventana para que ciudadanos interesados ejerciten actos de contraloría social.
Un esfuerzo ciudadano que logra exponer públicamente lo que alcanza a documentar, pero que a fin de cuentas no es más que la muestra de las muchas más cosas que pueden ocurrir al interior de la Legislatura, pero que el resto de los diputados posiblemente logran disimular mejor.
El hecho de que sea posible señalar a unos cuantos no necesariamente libra a los demás diputados de la sospecha de esa voracidad que los caracteriza. Sobre todo porque ninguno hace un mínimo esfuerzo por pasar la prueba de la transparencia.
Su silencio se vuelve complicidad en dos vías: (1) al encubrir las irregularidades en que incurren sus compañeros que seguramente conocen y/o que debieran impulsar que se investiguen y sancionen, y (2) al allanarse a la opacidad que se vuelve un velo de protección para todos.
Que no hagan públicas todas sus actividades sólo hace pensar que realizan actos que no pasan la prueba de la publicidad y, por ser de interés público, se vuelven injustos.